Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
ANTONIO MORENO AYORA
Texto en homenaje al escritor cordobés recientemente fallecido, como obligada reflexión sobre una obra narrativa auténtica y singular.

Antonio Moreno Ayora

           

            Hay vinculaciones culturales, históricas y literarias que definen colectivamente a los pueblos. Piense usted en Granada y no podrá evitar una evocación de la Alhambra y del poeta García Lorca. Piense usted en Cabra y enseguida se le ocurrirá que allí peregrina la Virgen de la Sierra y que allí nació Juan Valera. Pues concéntrese usted con parecido esfuerzo en la localidad cordobesa de Puente Genil, y en su literatura, y se le agolparán los nombres de Manuel Reina, Ricardo Molina, Juan Rejano, José Luis Rey y Campos Reina (que se llamaba Juan pero literariamente prefería que lo citaran sin el nombre de pila), listado que ignora nombres de resonancia únicamente local o provincial. Pero esta es la realidad, y el hecho de que en Puente Genil viera Campos Reina su primera luz en 1946 –ha fallecido por tanto con 63 años– parece que iba a repercutir en su trayectoria como creador, al menos en dos aspectos fundamentales que deberé concretar sin más explicaciones: el de su apego por lo andaluz y el de la concreción inconfundiblemente cordobesa del argumento de algunas de sus obras. Tanto cuando digo “por lo andaluz” como cuando especifico “concreción cordobesa”, debiera añadir respectivamente “por lo andaluz pontanés” y “concreción cordobesa y pontana”. Lo importante, con todo, es que se debe insistir en que él era –personalmente, emplear el pasado se me hace bastante duro– un convencido y ferviente cordobés desde siempre, no solo por razones de nacimiento sino también por las vibraciones de su propia sensibilidad, que en toda circunstancia lo han mantenido cerca de lo andaluz a pesar de haber residido, ya hace años y por motivos profesionales, en Galicia, Palma de Mallorca, Barcelona y, al fin, actualmente en Málaga. Y en Málaga, inesperadamente, se le despidió el pasado 28 de octubre, en una ceremonia íntima y sin ninguna publicidad, bajo un sol de luminosa fortaleza moteado por ligeras nubes altas, cercado exclusivamente por la sencillez y por la amistad desinteresada que es lo que él siempre defendió.

         La primera vez que hablé en público sobre el escritor, cuando ya había leído sus primeros libros editados, fue en julio de 1994 en Iznájar, en los Primeros Cursos de Verano de la Subbética, de los que además fui secretario y de los que se hizo la correspondiente publicación en 1995: Hablas cordobesas y literatura andaluza. Actas de los Primeros Cursos de Verano de la Subbética. Trabamos enseguida amistad y a partir de entonces nos veíamos con frecuencia, sobre todo cuando acudía a Puente Genil, o cuando yo iba a Málaga por cualquier otro motivo (recuerdo una lejana tarde en que estuvimos tomando un café o un refresco él, José García Pérez y yo, en una tranquila terraza de un bar que ya no logro identificar). Así que tuve la fortuna, aunque ahora se me haya tornado en desolación, de conocer de cerca a Juan, de admirarle en sus detalles y cumplidos, siempre caballero, siempre amable, siempre buen conversador culto pero nunca pedante, entrevisto por muchos con apariencia de dandi y apegado a la alegría de la contemplación del entorno. De las peculiaridades de este carácter había mucho en la que fue su primera novela mayor, Un desierto de seda (1990), superado el estadio de presentación al público que supuso aquella otra de iniciación titulada Santepar, un estadio en cierto modo renovado y repetido después al probar suerte con el género del relato corto en el conjunto editado como Tango rojo (1992). Allí, en Un desierto de seda, junto a las descripciones de una sensualidad de gozoso voyerismo se amoldaba también la placidez por el paisaje emocionante y la captación de las costumbres locales. Así, quien conozca Puente Genil comprenderá que es un espacio local, pero elevado a categoría universal, el que describe en este fragmento: Pepe pasó del dicho a la escritura, y oficiando de gestor relajado pergeñó algún escrito para sus adictos, entre los cuales eran legión los hortelanos de las riberas del río que cruzaba la población […]. El texto ayuda a comprender que Campos Reina haya dicho de esta novela que “toda ella está relacionada con Puente Genil”, o que haya declarado esto otro: “Yo tengo a gala ser un escritor andaluz, y a Andalucía consagro buena parte de mi obra”.

         Campos Reina siguió escribiendo y, publicadas dos novelas más, El bastón del diablo y La Góndola Negra (cronológicamente, en 1996 y 2003), con argumentos diferentes pero en ciertos aspectos entrelazados que no contaré al lector porque seguramente los conoce o los degustará pronto –por ejemplo, el apellido Maruján las relaciona progresivamente–, unió las tres republicándolas en la Trilogía del Renacimiento (Barcelona, Random House Mondadori, 2003). En El bastón del diablo (entre paréntesis he de decir que la primera crítica que se hizo pública sobre esta novela la publiqué en el antiguo y a veces añorado Papel Literario con fecha de 3-11-1996) se documenta este texto que alude a la tradicional producción industrial pontana de la conserva del membrillo: […] y observó su recogimiento, la búsqueda instintiva de un refugio, en la mirada que recaía sobre la góndola que ilustraba la lata de jalea […]. Y a La Góndola Negra pertenece este otro: Aquellos montes poblados de olivos y la profunda hoya del valle del Genil. Hay que entender que de esta forma unitaria y al mismo tiempo tripartita es como decidió el autor que se lea su obra, ambientada en escenarios de Córdoba y su provincia con claras referencias históricas y sociales. Y de forma también unitaria concibió sus dos novelas siguientes: Fuga de Orfeo y El regreso de Orfeo, a las que agrupó igualmente bajo el título general de La cabeza de Orfeo (Barcelona, Random House Mondadori, 2006). En la Fuga de Orfeo se nos advierte que el protagonista podría verse enfrascado en pleitos sobre lindes y aguas en las huertas (pensemos en las del Genil). Por su parte, uno de los datos que vincula El regreso de Orfeo a Puente Genil es la referencia a el único lugar al que volver.

         Creo estar seguro, por muchas razones, que ese “único lugar al que volver” era para Campos Reina Puente Genil. A este que era su pueblo (rodeado de los olivos centenarios de algunas fincas cercanas a la población, que fueron testigos de las luchas entre moros y cristianos, como escribe también en Fuga de Orfeo) volvía Juan cada vez que podía y cada vez que se le llamaba oficial o institucionalmente. En una ocasión pasó por el instituto Manuel Reina (allí había hecho sus estudios de bachillerato) y posteriormente fue invitado por los institutos Andrés Bojollo y Juan de la Cierva, a cuyos alumnos les habló de su obra, ya bastante consolidada, y les leyó su relato de tono juvenil “La pasión de Manolín Pérez”. En Puente Genil estuvo presente, como anfitrión honorario, durante los encuentros literarios sobre poesía y narrativa que se celebraron al amparo de la Diputación Provincial y que por unos días convirtieron al pueblo en foco de cultura y de admirada tradición. Cuando con los ediles del Ayuntamiento pontanés anunciaba, en las Bodegas Delgado, el programa de los actos de uno de estos congresos quiso tener la deferencia de presentarme a mí también –porque eso formaba parte de la cultura de Puente Genil– mi ensayo El léxico del vino en Ricardo Molina, editado en Málaga. Años después asistió asimismo a otros actos para presentar La Góndola Negra o La cabeza de Orfeo, hizo lecturas de su obra y tuvo a gala relacionar a otros investigadores o escritores con su localidad de nacimiento.

         Qué duda cabe que Puente Genil era para él el mejor lugar al que regresar. Y por eso se ha sentido la muerte de Campos Reina: porque era un hombre (y no solo un escritor) singular, amistoso y tolerante, siempre de expresión jovial y de respetuosa y animada conversación. Yo casi tengo la certeza de que en su obra de carácter ensayístico que tenía acabada y que verá la luz muy pronto, a principios de 2010, de una forma u otra va a seguir teniendo presente a su entrañable Puente Genil.

         Debe añadirse, no obstante, que en su obra las referencias cordobesas se amalgaman con otras que nos trasladan a Sevilla –allí estudio Campos Reina su Licenciatura en Derecho–, ya que esta es la localización espacial de los dos textos constitutivos  de La cabeza de Orfeo; o con otras que temporalmente nos pasean por Centroeuropa o Florencia (acúdase de nuevo a La Góndola Negra); o con otras que incluso sitúan a su protagonista llegando a la costa malagueña (esto último se constata en el comienzo del relato colectivo El nadador (Málaga, Arguval, 1998), que Campos Reina inicia y otros escritores, como Félix Bayón, José Antonio Mesa Toré o Rafael Pérez Estrada, continúan).

         Sé que Juan Campos Reina siempre quiso impulsar las relaciones literarias entre Córdoba y Málaga, la ciudad que adoptó para vivir, crear, amar, vivir su cultura y auspiciar su valía. Su relación con buena parte de los escritores malagueños fue siempre franca y cálida. Por el Ateneo de Málaga (allí precisamente lo conocí una tarde en que arreciaba el terral), por el Centro Cultural de la Generación del 27, por los salones de la Diputación donde habló o fue oyente entusiasta, por su barrio de El Limonar, por el Paseo Marítimo donde limpiaba su mente de congojas y donde esperaba que los proyectos le llegaran como barcos deseados, vaga hoy su recuerdo y hasta las gaviotas quisieran despegarse de la sal para dirigir su vuelo hacia el secano cordobés y trazar en el aire una elipse que uniera Málaga con Puente Genil, los dos espacios que amó constantemente y que ha llegado a fundir en su biografía por ser una, ciudad de abierto talante y la otra, la cuna desde donde educó su oído, su olfato y su mirada (tres sentidos imprescindibles para el arte de la escritura), y por ello fuente de creación.