Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
FRANCISCO MORALES LOMAS

Francisco Morales Lomas

         Desde la consistencia de la tierra, desde su oscura ausencia hasta la apariencia cálida y su receptáculo de colorido y soplo deífico. Así es el barro creado, así es el ánfora.

        En Canción del ánfora (Cuadernos de Calixto, Talavera de la Reina, 2008) J. Benito de Lucas aspira a una mutación de lo inerte en lo vital, desde la paz intensa del interior lóbrego de la tierra hasta el luminoso agasajo de la creación y su luminaria, desde las vibraciones interiores hasta los destellos de su existencia última.

          Benito de Lucas nos ofrece un parto de nueve poemas, los nueve poemas de Canción del ánfora, los nueve himnos de la creación con una continuidad de ritmo y sentido: las nueve lunas de un nacimiento. Crea la evolución laboriosa que sigue cualquier alfarero. También el poeta es un alfarero del verso: desde la nada hace la luz. El alfarero desde la tierra inicial elegida afianza la belleza de luz y color: el ánfora.

          Con este libro Benito de Lucas  ha querido hacer un homenaje a todos los alfareros de Talavera de la Reina y sentirse un artista impenitente en las manos de la palabra. En ese parto del ánfora, la elegida para la ocasión, “airosa y arrogante/ ánfora del vientre henchido de promesas”, un símbolo que surge de esa pella fecunda en las tiernas manos del alfarero y acaba volando, y acaba alcanzando vida propia, una vida en comunión con las manos del que la palpa, la acaricia y la contempla.

          Siguiendo el esquema constructivo narrativo-descriptivo, Benito de Lucas va contando, va recreando ese ceremonial casi místico que sigue el alfarero: la selección de la tierra adecuada, su preparación y purificación, las caricias y arrumacos en el torno,  el molde de su creación y de su vida excelsa, la primera cocción para fijar su primera luz, su primera presencia, la vestidura con los ropajes albos de novia, de novicia, su atuendo de colores, formas y sentidos, y una segunda cocción de nuevo para que el fuego dé el brillo del nacimiento, el brillo definitivo y, finalmente,  su destino de flores, de salones, de vino...

          Aunque su lenguaje es realista, contenido y sobrio, se muestra fugaz y expansivo en la expresividad de sentidos y proyecta una creación alegórica, plástica, simbólica y metafórica por la contundencia de los símiles, las alegorizaciones diversas, las prosopopeyas manifiestas que siguen la estela del creador del alma de las cosas: crear vida en ese barro que alcanza la cima de la creación.

       Estamos hablando de un proceso transformador inocente, el que corresponde al nacimiento de cada vida. Estamos satisfaciendo el principio de la creación desde la nada. El ánfora, antes de llegar a manos del alfarero, no es nada, no es nadie, acaso una mixtura de tierra y agua: dos de los cuatro elementos, que gracias a las manos del alfarero alcanzan la vida junto al fuego y el aire.  Porque también el fuego crea al ánfora, le da brillo y esplendor, la asienta definitivamente en la creación. Y, por supuesto, el aire, que inundará los pulmones del ánfora, el soplo de su respiración: “Tibia y con suave respirar de vida/ está la masa en brazos de los años/ madurando de un sueño largo y lento”.  La estructura del poemario tiene la invocación del nacimiento de cualquier ser humano (nueve meses-nueve poemas en uno solo) y, como cualquier ser humano, necesita para crecer de los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y  aire. El ánfora encarna nuestra propia metáfora, nuestra propia visión de ser. También nosotros fuimos légamo, barro que va levantado un vuelo hasta ser. Y como el ánfora somos frágiles: una fragilidad de tiempo y barro.

        Benito de Lucas tiene voluntad de crear un libro redondo, cerrado y circular. Y así, el primer poema, “Invocación”, y el último, “Destino del ánfora”, se ofrecen a cerrar el círculo: primero para invocar, después para ordenar su futuro. Invocada el ánfora en su “esbeltez”, en sus colores brillantes, en su delicadeza de frágil consistencia y en su proyección como obra acabada que se asimila al ser humano en su ascendiente vital, en ser continente de belleza, proyección de deseos e identidades humanas: “Sabiéndose de tierra como ella, /sentir por todo el cuerpo ese soplo divino/ que a su naturaleza le hace libre y mortal”. Y en este intervalo  Benito de Lucas le da una perfección al poema, un sentido que justifica su maduración y la evolución creadora.

        En “La Tierra” (II poema) construye la historia parabólica de ese nacimiento casi mítico, en el interior de la tierra tras una selección precisa en las que puede haber gredas de poca cohesión pero también plásticas o robustas. El poeta, el alfarero, busca aquel barro que sea capaz de guardar “en su cuerpo/ la tersura infantil de una mejilla”.

       En “Su preparación” (III poema) surge el sueño del alfarero, la tierra que se purifica “Y, así, formando arroyos de un tierno magma, boga/ como la sangre tibia por las secretas venas/ hasta el inmenso corazón que guarda/ el pálpito de pila bautismal”. En ella se concentran las corrientes abisales y respira la  vida, nace ese sueño lento donde reposa la oscuridad antigua.

       “En el torno” (IV poema) surge el mito del robo (“la mano/ avariciosa roba a la masa de arcilla”), la creación, el encuentro con el tacto, con el cuerpo que se va adueñando de una figura, de una armonía y de una voz, pero también de unos brazos que quieren ser nuestros: “Y sus airosos brazos son como tiernas alas”.

      Y llega la “Primera cochura” (V poema) como si fuera un barro casi humano, y el fuego purifica y la hace endurecerse, ser “el canto vibrante que entonan los colores” en esa metáfora sinestésica que alcanza el dominio de la vida.

      “El esmaltado” (VI poema) sumerge el mundo ya creado en su colorido, lo hace más luz, más criatura que alcanza la blancura justificadora de su existencia.

     Y “Se pinta el ánfora” (VII poema) con su vestimenta de colores, con sus ropajes, con sus guerreras, con motivos diversos, con paisajes imaginarios y colores de vida en una ceremonia que recobra antiguos secretos y hace resucitar la biografía de los colores.

     Domina la “Segunda cochura” (VIII poema)  y el rito de la luz definitiva, “como ek hijo nacido de su amor con la tierra”. Al fin obra acabada y purificada por el fuego.

      Para llegar, “Destino del ánfora” (IX poema), a ser alimento de flores y presencia diáfana en los salones, entre la música o en las homilías, certera en su valor de sentirse como el hombre, barro que alcanza su sentido.

       Un libro que aspira a encontrar el reconocimiento merecido y, como dice Abraham Madroñal, anhela oficiar un carácter mítico y religioso, la fuerza de la materia, la consistencia de un sueño, la historia emotiva de una vida que nace.