Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
JOSÉ GARCÍA PÉREZ

Castillo de Gibralfaro

Manuel Alcántara y Joaquín Márquez

En la noche de San Juan se entregaba el XVIII Premio de Poesía “Manuel Alcántara”. El poeta galardonado ha sido el sevillano Joaquín Márquez, maduro ya en estas lides del quiebro y requiebro de palabras. Un poema solemne y desgarrador sobre el inexorable paso del tiempo.

 

El lugar escogido, como en años anteriores, fue el emblemático Castillo de Gibralfaro, atalaya única para contemplar la bahía malagueña. Allí nos pueden estar observando un buen puñado de siglos, pero a determinada edad, caso de la mía, cada vez se hace más difícil mantener el equilibrio pisando milenarias piedras restauradas y subiendo y bajando por retorcidos pasillos que, si bien tienen historia a punta de pala, ponen a prueba los deteriorados pulmones de los viciosos fumadores, mi caso.

 

Sobró buena parte de la intervención del Delegado Municipal de Cultura, Miguel Briones, que suplía al alcalde Francisco de la Torre Prados, en otros menesteres de honoríficos Doctorados Honoris Causa que hacían imposible el don de la ubicuidad. La letra menuda a la que yo hubiese metido el tijeretazo en la intervención del máximo representante oficial de la cultura malagueña, fue la dedicada a enaltecer la pasta del premio, las benditas o malditas “pelas” que lleva el premio en sí, pues daba la sensación que lo importante de la poesía de Márquez era la bolsa y no la vida de su poema. Mariano Vergara, Vicepresidente de Fundación Unicaja, entidad que es la que patrocina el Premio, arregló el embrollo de Briones hablando sobre la muerte y la vida de Saramago.

 

Pero fue el maestro Manuel Alcántara, el que en una corta y profunda intervención puso las cosas en el lugar justo cuando se refirió al tiempo como materia prima de la persona. Más o menos vino a decir que somos tiempo, que éste nos impulsa a vivir y a dejar de existir y que, por ello, nuestro principal deber es saber aprovecharlo, o sea, saborearlo.

 

Después, ya saben, las alegrías comestibles de Doña Francisquita, alguna copa y un tiempo perdido en conversaciones intranscendentes. Yo pensaba en que lo estaba perdiendo y, acordándome de las sabias palabras de Alcántara, me perdí verdad.

 

Puse tierra y piedras de por medio y me marché a Puerta Oscura, algo más que un bar, y allí, en soledad, pedí lo que ya saben, un pampero, lo saboreé mientras pensaba en el tiempo pasado y en el mucho o poco que me queda.

 

Y lo pasé bien, muy bien.