Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
FRANCISCO BASALLOTE
A PROPÓSITO DE ¿ESTAMOS TODOS MUERTOS? DE SANDRO LUNA. PREMIO DE POESÍA ARCIPRESTE DE HITA, 2009. PRE-TEXTOS, VALENCIA, 2010

Francisco Basallote

 

 

 

 

Ha escrito Sandro Luna (L´Hospitalet de Llobregat, 1978) un libro que trata de modo casi exclusivo sobre la muerte, pero de una forma tangencial, acariciándola en un sentido existencial y desde la conciencia de que dicho fenómeno o accidente es liminar. “Ya nada nos limita/ no hay límites…”, dirá en su primer poema, a modo de enseña en una contienda en la que la cuestión que da título al poemario se manifiesta a lo largo de él en un laberíntico proceso en el que como ríos confluyentes,  unos escasos temas  que en su existencialismo primario tienen mucho que ver con las constantes de la memoria personal.: infancia, padre, madre…, traman una espesa red de interrogaciones sublimadas en el título del libro.

 

“Como un mar, alrededor de la soleada isla de  la vida, la muerte canta noche y día su canción”, dirá Rabindranath Tagore, y eso es lo que el poeta hace en este poemario, presentando en cada poema esa conciencia subyacente en él, de tan presente y siniestra figura. Decía  Samuel Beckett que “sólo tenía dos certezas: que había nacido y que tenía que morir”, dichas certezas, en concreto la segunda es para el poeta Sandro Luna motivo de confirmación. Para ello divide su libro en dos partes: Constantes y De todos los rostros. Encierra el poemario entre estas dos frases: al abrirlo, “Memento, homo, qui pulvis es, et in pulverem reverteris” y a su término, “Tendrías que reír si fueras sordo y en tu oído dijera que estás ciego”, críptico mensaje que define el hermetismo del poemario.

 

Existe en el poemario un recurso a la memoria que nos llega con un sabor amargo, en un ajuste de cuentas existencial: “No me pidas perdón si yo no puedo/ más que darte las gracias/por haberme llevado tan abajo,/ donde el hambre se come con la pena/…” , a veces excesivamente duro: “ Y te entrego mi mano/ para que en ella comas/con hambre/ de mi hambre.”. Memoria que otras veces trae aires de infancia; mas de una infancia consecuente con esta tristeza estructural: “Hay dos migas de pan/ en la placenta nube de la infancia./Habría que volver a ser un pájaro/ al que con poco basta/ para echar a volar.”

 

Y en ese volver  hay una constante, desgarradora visión de los padres: “Para escupir tu tumba / me falta dignidad. Y doy un nuevo trago a tu salud,/ por las horas que dieron derrota a mi alegría./ Me quiere dar la vida unas monedas/ para pagar tus deudas:/ A ti, que ya estás muerto.”  Y un sentimiento de pérdida en el que está presente el rito exequial, el escenario simbólico y accidental de la muerte, ese tiempo muerto en el que tanto las flores como los cantos son el trapantojo  que quiere disimular la certeza final: “Recogí pétalos del suelo/ y al juntarme en su piel me fui sumando, con mis cuatro cadáveres de lirios…” , “…Ahora dos crisantemos se descuelgan/ del menudo racimo de una lágrima.”, “ Le llevan las canéforas/ sus elevadas flores, todo vuela alrededor del muerto.”, hasta tal punto de ofrecerse como alternativa a Caronte:  “Caronte tiene sueño, está cansado,/ ponedle la moneda hoy al barquero / y ya la llevo yo su barca mía…”.

 

Un  poemario, que hay que leer con predisposición, lejos de esa contaminada atmósfera de su tristeza advenida, de un extraño existencialismo que a pesar de intentar ahondar en un dolor antiguo priva al lector de la oportunidad de solidarizarse en una emoción casi ausente, demasiado hermética, demasiado fría para una ópera prima en la que se espera un canto vital, un esforzado esplendor primaveral lejos de estos versos: “ Lo que me dio este búho di,/ y estaba muerto/ posado ya en mi negra calavera.”, y este epílogo:  “He cerrado los ojos para verte/ cruzando la vereda, vida mía./ Buscando entre los restos de la noche/ acaso un resto cierto de mi mismo.”   Quizás lo más claro de toda la obra, pues al fin y al cabo en esa búsqueda anda toda la poesía…