Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
MORALES LOMAS

Morales Lomas

El olivo azul

La reciente aparición de la novela “Las guerras Artemisa” (El Olivo Azul, Córdoba, 2010, 287 págs.) del presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España, Andrés Sorel, es todo un acontecimiento literario.

Estamos en presencia de una obra de rasgos épicos y monumentales. Así sucede con las novelas en las que las causas de los pueblos engendran la guerra y los personajes alcanzan una altitud de miras o impudicia histórica.

Desde los prolegómenos Andrés Sorel quiere dejar muy claro al lector quiénes son los protagonistas de la obra y sobre qué andamiaje sostiene el hecho creador. Ya en el mismo Prefacio existe una advertencia sobre los protagonistas de esta novela que no son otros que el pueblo cubano, el escritor y militar Manuel Ciges Aparicio y las tropas españolas en Cuba comandadas por el general Valeriano Weyler, en un marco temporal, básicamente el ocaso del siglo XIX, que en el último capítulo posee ramificaciones finales en torno a julio de 1936 que tienen un profundo valor alegórico y el remate del ciclo novelesco.

Tradicionalmente se ha entendido el ocaso perentorio de España a partir del momento en que se pierde la guerra de Cuba desde un ciclo inicial que comienza en el siglo XVII. La generación del 98, a la que pertenece Ciges Aparicio, se encargó de levantar esta bandera de la decadencia española. Lo que no se ha explicado suficientemente o, al menos, hay referencias vacuas en la población, es la enorme crueldad e infamia con la que los españoles actuaron en Cuba. Sobre todo los españoles acomodados y los criollos fieles a la corona españolizados sobre cuyas espaldas caerá la responsabilidad histórica por su carácter racista y explotador, fundamentalmente si tenemos en cuenta que Cuba fue la última en abolir la esclavitud y siendo los negros cubanos descendientes de los esclavos son odiados por estos y sienten su absoluto desprecio por los caudillos rebeldes.

Andrés Sorel, a través de Las guerras de Artemisa hurga en esta herida y consigue indagar en el territorio de la promiscuidad despótica y la absurda crueldad. Artemisa es el símbolo, un lugar en el que identificar un territorio concreto, la capital militar de Pinar del Río que estaba bajo el poder de un allegado de Weyler, el general Arolas, y que, por extensión, debe ser identificado con toda Cuba. Pero hay algo que va más allá de la anécdota, o lo que diría la semiología, el argumentario de los acontecimientos concretos en torno a Cuba, y es el hecho de que con la alegoría de Artemisa no se concluye un período sino que, en cierto modo, se inicia y finalmente culmina en el golpe militar de Franco y, al amparo de esa crueldad histórica, los españoles nos adelantamos a la creación de los campos nazis cuarenta años antes que los alemanes con el protagonismo absoluto de un militar español, Valeriano Weyler.

La novela posee una voluntad de estructura coral en la que varias voces participan del proceso narrativo. De hecho cada capítulo tiene un protagonista que enarbola el transcurso de la narración en primera persona aunque éste se halla trufado de permanentes intromisiones de la tercera persona omnisciente. En unos casos el propio Weyler, Ciges Aparicio, Tula, Juan Vives… De manera que el relato pretende introducir en esta línea argumental un abigarrado espectro sonoro e imaginario, si bien, en el fondo (acaso hilo ideológico o tesis del escritor) se mantiene la voz crítica ante el simulacro ominoso que el lector va a contemplar.

Esta armazón estructural se sistematiza en nueve capítulos que llevan los siguientes títulos: 1. El anciano; 2. 1986. El general Weyler; 3. 1986. El sargento Manuel Ciges Aparicio; 4. 1896. El capitán Martínez Calonge; 5. Tula, de Artemisa; 6. Reconcentración y exterminio; 7. La ceguera; 8. Últimos días de Artemisa; y 9: 1936. Los hijos de Weyler. Si el primer capítulo aparece el general Weyler con noventa años, en la absoluta decrepitud, hablando con fantasmas, de los capítulos segundo al octavo mana el protagonismo de Cuba y los «héroes» del relato, para llegar al último capítulo que representa un salto temporal espectacular, pues en el precedente la acción transcurre en el año 1897 y ahora nos hallamos en 1936. Cada capítulo se concentra en esencia en un personaje y su mundo o en un lugar o una situación, pero todos los personajes van entreverándolo con su densidad, con sus ideas y con su torrencial creador.

¿Qué sucede para que el escritor haya querido dejar ese capítulo final como un elemento único, como un broche literario, acaso como un réquiem? En sí entendemos una voluntad de circularidad. Creo que hay una tesis clarificadora de Andrés Sorel, una opción que nadie puede soslayar: la idea de que las perversiones históricas se reproducen en el tiempo y acaban convirtiéndose en recurrentes por su capacidad para mantenerse y desplegarse cuando las condiciones históricas le son propicias. Weyler es el símbolo de una España estremecedora que en el último capítulo (por eso lo titula “Los hijos de Weyler”) toma de nuevo la iniciativa por mor de la Falange y el golpe militar del general Franco. Aunque Weyler muere el 20 de octubre de 1930, quedan figuradamente «sus hijos», los golpistas del 36, los autores de la muerte de Ciges Aparicio, gobernador civil de Ávila durante la República y fusilado cuando los sublevados se hacen con el control de la ciudad. Si Ciges Aparicio logró sobrevivir a Weyler, no conseguirá zafarse de «sus hijos político-militares». Y así, dirá el narrador en tercera persona: “E inmediatamente, un rostro se asoció al de aquellos más jóvenes que le contemplaban con desprecio y odio: el de Valeriano Weyler. Eran sus descendientes. Otra vez la historia maldita de España. El general había muerto hacía seis años y ya encontraba asesinos que le reencarnaban” (p. 273).

Pero es la voz de Ciges Aparicio, verdadero protagonista de la obra, de cuyas ideas Andrés Sorel se hace deudor, quien en el capítulo postrero entona esos últimos momentos de existencia, confiesa su humanidad libre, la sujeción a la tiranía y la disciplina y sus ideas antimilitaristas que le vieron forzado a salir por dos veces al exilio: “Todos los militares son iguales. España no tiene remedio. Es carne de Inquisición. Curas, militares y marquesas” (p. 278). Pero ya antes, en el capítulo tercero había dicho hablando del cuartel: “Allí contemplé, en su pura esencia, la brutalidad ejercida por militares ineficaces que sólo se preocupaban de maltratar a la tropa, esclavizar y utilizar a los soldados como criados a su servicio y rapiñar cuanto pudieran de la intendencia” (p. 73). Y cuando lo llevan a fusilar va mezclando en su imaginación los momentos vividos en el pasado y en el presente, cercano ya el paredón de fusilamiento, y afirma: “Aquí no hay ningún Weyler. Ha sido el general Franco. Caigo en el error”. Es a través de los sueños cuando, como en una nebulosa de una España triste y trágica, se mezclan esos acontecimientos del pasado y del presente sin solución de continuidad creando un magma uniforme y aciago. A través de sus palabras, de sus acciones, existe una toma de partido y una crítica feroz contra la dictadura y contra ese monstruo que se ha ido engendrando históricamente.

Existe en el trabajo de Andrés Sorel una profunda labor de lector, de recopilador de datos y acontecimientos históricos, pero no podemos olvidar que estamos en presencia de una creación novelesca aunque el relato esté trufado de esos acontecimientos verídicos que se sostienen en la obstinación de los datos reales e irrefutables.

Los comienzos de la novela son tenebrosos y nos anuncian ese interior desolado en el que nos introduciremos progresivamente. Y surge el emblema de la ambición y la traición en la imagen de la cita de Macbeth de Shakesperare: “¡Apágate, breve llama!” El general ha cumplido noventa años y no puede dormir. La pesadilla se apodera de su mente y también, como Ciges en el último capítulo, confunde la realidad con los sueños y se pregunta si existió realmente aquel tiempo. Se halla en el prólogo de la muerte que no llega, abandonado por sus hijos, en el colmo de la decrepitud: un militar en su laberinto, muy cercano a personajes similares que nos ha dejado la narrativa hispanoamericana, dictadores, sanguinarios. No he podido dejar de recordar La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. Pero en la imagen que nos proyecta Andrés Sorel existe también mucho del esperpento valleinclanesco de Martes de Carnaval, en esa irrisoria estampa del general y su cornetín, un general que se considera traicionado, igual que Macbeth. A medida que avanza la narración y en tanto él es el protagonista, la paleta negra, los elementos neoexpresionistas se apoderan de su semblante, de su trayectoria vital para ensuciar con su vida y con sus obras esta historia. Hay una crítica indignada y acérrima del narrador que presenta a un personaje tan sañudo que no sabe llorar y al que describe el propio general de esta guisa: “Feo, asimétrico (de 1,60 metros de altura), me sacaron tal vez del vientre de mi madre antes de tiempo, por eso nací canijo. Tardé en crecer, y pese a mis esfuerzos nunca lo logré del todo” (p. 22). Y que, como Macbeth (con el que encuentra el parangón literario) se encuentra acosado por los fantasmas de su propio pasado: “Fui valiente a la hora de matar a los demás y ahora me muestro impotente para quitarme la vida a mí mismo” (p. 21). Creedor e instigador de la muerte (“Sólo creo en la muerte”, p. 23, como Millán-Astray, su hijo alegórico “¡Viva la muerte!”), se transforma desde el inicio en un personaje repulsivo al que le gusta el olor fuerte y ácido de los orines, capaz de una vida de impostura y de fidelidad a la muerte. Surge la etopeya del general amigo de la dureza y la violencia, incapaz de despertar afecto alguno, sobrio, no bebía, no fumaba y rara vez entablaba conversación con alguien y a quien siempre se le compara con ese Macbeth sanguinario, lascivo, codicioso, pérfido, falsario y violento. Que permitía a sus soldados robar, violar, matar… Y que, como dice en el relato, enseñaba bien cuál era la regla para destruir a los bandidos cubanos: “Incendiar, asolar los pueblos, no hacer prisioneros, no guardar consideración alguna con ancianos, mujeres o niños. Licencia para matar, violar, que nadie les va a exigir explicaciones” (p. 58).

Hay una filosofía sombría que se va descubriendo a medida que avanza el relato y actúa como elemento disuasorio de aquel lector que pudiera tener algún tipo de veleidades. No hay dudas para el narrador y su punto de vista busca crear una imagen abyecta del militar. El capítulo segundo es un compendio para crear un retrato desolador de este personaje que fue destituido por los acontecimientos terribles comentados con soltura por el personaje Piedelobo que afirma del general: “En el ejército, y le habla alguien que lleva más de treinta años en él, los hombres cultos no tienen cabida, y menos en la guerra, se los odia y desprecia al tiempo. Weyler, si pudiera, los mataría a todos” (pp. 64-65). Un icono que se irá ampliando progresivamente a través de las declaraciones de personajes que sevincorporan al relato, como el escritor-militar Ciges Aparicio, que dirá sobre él: “Weyler es solamente un asesino sin conciencia del mal” (p. 82). A su imagen servirá de contrapunto la que transmite básicamente en el capítulo cuarto el capitán Martínez Calonge, que tendría relaciones directas con el general y la periodista Eva Canel, cuya adoración hacia éste era manifiesta. En este capítulo dirá sobre los homosexuales y los pueblos: “Los pueblos se corrompen y pierden cuando se feminizan y relajan en su natural destino, sin una disciplina. Los homosexuales, por ejemplo, no son hombres, sino enfermos que debilitan la raza y conducen a la derrota” (p. 110).

Pronto, sin embargo, surgen los otros personajes que poco a poco se adueñarán del relato, pasando en determinados momentos Weyler a un segundo plano, se trata de Ciges Aparicio y Juan Vives… pero también la periodista Eva Canel, entregada a la causa de Weyler, González Arocha (Maceo), el cubano revolucionario, Tula (que apoya a las tropas de Maceo en Artemisa)…

El sargento Ciges Aparicio es el alma humanitaria y crítica del relato a partir del capítulo tres. Será definido por la revolucionaria Tula como “tímido pero bueno, como pocos hombres he conocido en mi vida” (p. 260). Miope, amante de las ropas negras, huérfano de padre, ajeno a la disciplina y a la religión, le repugna la violencia y tiene miedo de las mujeres, pero, sin embargo, no lo tiene de los castigos aunque viva obsesionado con la eternidad, y entra en el ejército como un modo de abandonar su aciago hogar; solitario, se aferra a la literatura como tabla de salvación. A través de la primera persona Ciges nos habla de sus sensaciones y de su vida, los artículos con los que colaboraba en la prensa, y se va produciendo un proceso de enamoramiento del personaje que es paralelo al que transmite el escritor que se ve reconocido y recompensado en su actitud y puntos de vista. A medida que se pierde la sombra que ha engendrado el general Weyler, Ciges se convierte en su normalidad en el verdadero héroe del pueblo, en el intelectual comprometido que desde dentro zahiere y repudia con todas sus fuerzas al estamento militar. A Ciges acompaña con frecuencia Juan Vives, cuyas ideas son puestas en discusión con mucha frecuencia en el relato y crean una condensación del pensamiento de ambos. De ellos se deducirá progresivamente la personalidad de Ciges, verdadero protagonista de la obra en el ámbito más sugestivo. Le dice Juan Aparicio: “Tu defecto, Ciges, es que todavía aceptas leyes morales, cuando la moral no existe” (p. 88). Pero Ciges Aparicio es la conciencia de lo que sucede en Cuba. Un hombre que se conmueve más con el sufrimiento de los otros que con el suyo propio y al que finalmente encerrarán cuando descubren que ha escrito un artículo dirigido al periódico francés L´Intransigeant donde critica el comportamiento del ejército español en Cuba. Pero también un escritor que tenía un profundo amor a la literatura a la que identificaba con la vida. Detenido el 6 de enero de 1897, fue condenado veintiocho meses y un día de prisión por injurias al ejército.

La historia de Tula, a partir del capítulo quinto adquiere gran importancia, pues a través de ella se ofrece una visión desde el otro extremo, desde el pueblo perseguido, violado y diezmado, una mujer de carácter que entra en la causa de la revolución y la liberación del pueblo cubano, aunque tendrá relación con algunos militares, especialmente con Ciges Aparicio con el que dialogará bastante y con Juan Vives. Y cuya simbología sexual y su historia amorosa compensa momentos de la crueldad del relato. En ocasiones ha podido ser vista como la niña Chole de la Sonata de Estío de Valle-Inclán, una mujer que desborda los límites de la sensualidad y el erotismo. Pero también es la mujer consecuente y luchadora que encarna los valores de un pueblo en la lucha por su libertad. Personifica también el personaje que analiza la situación politico-social de su país y explica las causas de su miseria y la falta de libertad.

A partir de un determinado momento, perdida la vigencia del general Weyler, el relato se adensa en historias breves, en interpolaciones que enriquecen las situaciones secundarias y así aparecen las historias de Narciso López, Abel Borrego, el padre Arocha…

Pero la novela, que participa de los elementos históricos, psicológicos, sociales… también ofrece momentos en los que la acción se adueña del relato y las escenas de guerra y atentados se multiplican en el capítulo séptimo. No hay momentos para la relajación porque el tempo narrativo consigue su efecto esperado y la transición de unas situaciones a otras siempre tienen el interés que con su fortaleza narrativa logra darle Sorel al relato.

Una obra en la que las ideas no ahogan la narración pero sostienen el sentido último de la historia que alcanza, como hemos dicho, una consideración épica. Los compartimentos estancos de su estructura se diluyen cuando los personajes se imbrican en el transcurso de ellos y asimilan situaciones de unos en otros creando perfectos vasos comunicantes.

En definitiva, Sorel con Las guerras de Artemisa consigue mostrarnos un periodo aciago de nuestra historia en Cuba y nos hace revivir una época, pero también nos adentra en el pensamiento de un personaje, Ciges Aparicio, cuyas ideas de humanidad y solidaridad son reivindicadas como principios también inmanentes de la historia de España.