Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
Mª VICTORIA REYZÁBAL
Acerca de "Los infinitos" de John Banville. Barcelona, Anagrama.

Mª Victoria Reyzábal

Edita Anagrama

 

         La lectura de esta novela me ha decepcionado. Seleccionada con mucho interés por lo especial de la conjunción de personajes terrenos con otros olímpicos, lo que supuse preanunciaba un texto de gran despliegue inventivo, erudito e irónico, en realidad se resuelve en un monótono transcurrir de casi nada, a lo largo de escenas triviales y consideraciones superfluas. Rescato de la narración lo que no es tal, es decir, las magistrales descripciones que salpican la insulsa anécdota en la que, y pareciera que se ha puesto de moda, un anciano agoniza y confusamente reflexiona sobre su pasado y su presente. Esta literatura, reiterativa en cuanto recoge fabuladamente los acabamientos humanos, parece detenerse únicamente en los que atañen a varones. En esta línea, hace poco reseñaba Leche derramada, de Chico Buarte, y recordaba La muerte de Artemio Cruz, que me sigue pareciendo superior a estas dos.

         Quien agoniza es un matemático de prestigio, Adam, y lo hace en su casa de campo, un lugar que nadie del resto de su familia disfruta. Junto a él su esposa Úrsula, aún esperanzada con que sobreviva, su hija Petra y el hijo del mismo nombre que su padre, más la mujer de este, la deseada por todos, Helen. Junto a estas personas, de nombre más o menos simbólico-bíblico-mitológico, pululan otra serie de secundarios de menos relevancia. Narra los hechos Hermes, el mensajero de los dioses griegos, quien facilita los adulterios de su padre Zeus, en este caso con la bellísima Helen, aunque esta no se entera, pues el rey del Olimpo toma la figura de su esposo. Por otra parte, aparece un tal Benny, alter ego del viejo Adam, quizá Pan, mitad humano, mitad caprino, con pies que parecen pezuñas, señor de los bosques y de la sexualidad masculina, a partir del cual surgirá el “pánico”, pero que en la obra parece haber sido colega del viejo en comercios licenciosos.

         De este revoltijo de mortales e inmortales, además de las tópicas convenciones sobre la envidia de estos últimos por no poder experimentar vivencias humanas, cansados incluso de su eternidad, lo que les lleva a copular e intervenir en episodios terrenos, surge el relato a mi parecer poco ágil y poco atrayente aunque esté bien contado. “¿Veis cómo hace mi papá, [Zeus] metiéndoles en la cabeza toda clase de figuraciones para distraerlos y confundirlos? Ella empieza a recordar algo del sueño de amor que ha tenido al amanecer y luego se le olvida. Pero siempre recordará este día, es decir durante todo el tiempo que un mortal pueda recordar cualquier cosa”.

         Lo cierto es que pasan ante la vista del lector, seres mortales que no entienden su muerte y seres inmortales que no disfrutan de la infinidad de su tiempo, ambos acarreando frustraciones y apetencias no logradas, como le sucede al moribundo Adam que desea, incluso en estas circunstancias, a su nuera, tal vez de manera paralela a Zeus, siendo él, como el otro, el dios pater de su casa, hembra hermosa cual la de Troya a quien quizá consigue a través de aquel. Pero, tal vez, únicamente deba comparársele con las ansias brutas de Benny, aceptando en su caso el fracaso amoroso como ha sucedido con su mujer a la que ha conducido a la bebida y probablemente al incesto, en frecuente estado para percibir fantasmas, alucinaciones sobre existencias incorpóreas, tal cual se dice que experimenta Úrsula: “De ahí es de donde vienen los fantasmas, esas apariciones incorpóreas que pasan haciéndola a un lado, estorbándola, obsesionándola. Se pregunta, con un extraño desapego, si no se le está yendo la cabeza, y si esos horripilantes sobresaltos y ajetreos no serán los primeros síntomas de su decadencia”.

         Por otra parte, transcurren las infidelidades del novio de Petra, los intentos de suicidio o simplemente de autolesionarse de esta, el embarazo ¿divino? de Helen, los trapicheos de las existencias insatisfechas de cada miembro de la familia que solo dejan que la rueda gire, que los dioses pasen, que las incomprensiones o los misterios les rodeen sin intentar ningún cambio, porque al fin, cuando las deidades se marchan (la juventud, la pasión, la vida) dejan todo de forma que parezca que nada se ha modificado, que nada transformará sus conductas, ni la tragicomedia de sus relaciones, a pesar de los buenos propósitos del Mercurio romano.