Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
MORALES LOMAS

Morales Lomas

Garriga Vela

 

       En 1996 la editorial Debate publicó una novela, Muntaner 38, de José Antonio Garriga Vela, a la que considero la base de su narrativa posterior. Venía precedida por la concesión del Premio de Novela Jaén, que había concedido un jurado formado por Caballero Bonald, Ignacio Echevarría, Antonio Soler, Manuel Longares y Constantino Bértolo.

     En Muntaner 38 aparecen las claves de una narrativa que se sostiene sobre el regate corto en la construcción de la frase, el ingenio en la creación de locuciones que permanezcan para la historia de la literatura (hay en su obra en general una evidente querencia por los enunciados perspicaces que concentren en dos o tres líneas un pensamiento de carácter axiomático), en la tenue elaboración de muchos personajes que van y vienen una y otra vez envolviendo al lector y arrullándolo con sus situaciones efímeras, con sus fragmentos tenues y sugerentes. A través de la perspectiva distanciada, a veces, del catalejo: “Así es como siempre he preferido ver las cosas. De una manera fría, distante y precisa, con la mirada del catalejo” (p. 14). Y, sobre todo, en la inmediatez de un mundo, en la construcción de espacios interiores que justifiquen la existencia. Mundos que van y vienen del pasado al presente (en ese juego de analepsis y prolepsis) que crean un círculo cerrado. Si sus mundos lo son, también su narrativa, que siempre pivota sobre un eje muy concreto. Aquí le sirve de cigüeñal la calle Muntaner 38.

        Desde Aristóteles sabemos que una cosa es la historia y otra muy distinta el discurso o argumento. El discurso de Muntaner 38 se organiza por un sistema de acumulación de breves situaciones a lo largo de un tiempo indeterminado que iría desde la infancia del autor hasta las fechas posteriores al fallecimiento de su padre. Es un tiempo amplio (de unos veinte años aproximadamente) en el que los sucesos, desordenados, son acomodados por un proceso de asimilación significativa en función de los criterios del autor. La historia sería así menos relevante que el discurso. Un discurso que en su esencia, como diría la semiología, pivota también en torno al personaje de su padre, el sastre, epicentro de la construcción novelesca, pero también en torno a la aventura de la rapidez narrativa y de las escenas-secuencia breves (“ráfagas”, dirá el narrador en un momento del relato) que permiten un cambio de un mundo a otro, de un espacio familiar a otro, de un personaje a otro de modo raudo. Más que la realidad en la que se centra, al narrador le interesa mostrar una visión de un mundo, una comprensión de un mundo. Y estos procesos acumulativos lo organizan. Se trata de la  victoria de los personajes secundarios. Son estos los que alcanzan el dominio de la obra, aunque sean Cristina Moslares, el padre y el propio narrador sus protagonistas más consistentes; al fin, los protagonistas que determinan, que cierran en torno a ellos el círculo de la creación. La obra literaria tiene sus propias leyes que organizan un mundo. Garriga Vela sigue unas leyes muy precisas:

  1. El espacio: la calle Muntaner 38, en el centro de Barcelona, cerca de la Avenida Diagonal, cicatriz de la ciudad, como epicentro en torno al que gira el mundo novelesco. No sólo arteria sino mundo propio, concreto y reducido desde donde estar en el mundo y contemplarlo en su concreción y arbitrariedad, en su reducción, en su carácter de epicentro.
  2. Dos personajes fundamentales:

a)              El padre de Garriga Vela, el sastre, como personaje omnímodo en la existencia de la novela y del propio autor. Un personaje (como Kant al que se compara literariamente) que no sale de su propio mundo (Kant construyó su filosofía sin salir de Königsberg, el padre de Garriga construye creando trajes –es decir, cortando su mundo- la filosofía de su existencia práctica y cotidiana), la calle Muntaner 38 y su taller de costura. Un taller de costura que también es la metáfora de la conformación creativa porque como se decía, “estamos en manos de unos pocos sastres que se limitan a señalar y cortar nuestras vidas” (p. 159). La indeterminación de la existencia y la absoluta falta de libertad para ser lo queremos ser es ese corte de la tela, de nuestro propio existir. Un símbolo, la creación de ropa, como la creación de mundos que habita un galeón a la deriva, como dirá el narrador, que él no quiere abandonar, aunque lo haga su padre. Con cuya filosofía de vida discrepa hasta el punto de que en un momento determinado dirá el narrador: “Mi padre me educó para habitar un mundo al que él renunció. Me pasaba un traje que se le había quedado pequeño e incómodo. Guardaba para sí mismo los ideales. Sabían que eran batallas perdidas (…) ¿Quién era realmente? Me he preguntado muchas veces por qué llegué a odiarlo hasta el extremo de desear su muerte. Miguel Bobadilla aseguró que yo fui víctima de los ideales de mi padre. Que esa herida que no cicatriza me la provocó él. Quizá sea cierto. De cualquier manera fue una persona demasiado dura. Yo no hice caso de sus recomendaciones, sino todo lo contrario (…) Yo era el huevo de la serpiente. Supongo que así surgen las guerras civiles. Quizás ahí residía el embrión del odio. Al trasluz de la experiencia de mi padre yo me rebelaba contra quienes lo destruyeron. Elegí otro rumbo. Aunque al final, los dos perdimos las mismas batallas contra nuestras propias contradicciones (p. 160). El hecho de ser sastre conforma un valor simbólico preciso en la novela en esa capacidad creativa del sastre que con su tijera sobre la tela crea un modelo, la base teórica del modelo que pretende crear para los demás, aunque el suyo permanezca oculto. De ahí la organización de un mundo con el que no está dispuesto a convivir el personaje que posee una ligera analogía con Kafka, al que, por cierto, admira Garriga Vela. Ya desde el inicio, no obstante, van surgiendo esos fantasmas transmitidos por su padre: “Me legó el rencor, es cierto, y también un mundo habitado por fantasmas” (p. 70). Pero su padre vive un proceso inverso al suyo, mientras va hacia la infancia, como una forma de que lo dejen en paz, el narrador-Garriga huye de ésta como una forma de ir creciendo. Su padre habitualmente decía: “En la infancia se vive, después se sobrevive” (p. 58). Garriga pretende crecer pero es como si el espacio, la calle Muntaner 38, el tiempo (la dictadura) y la filosofía inmanente se lo impidieran.

         El padre, a través de sus frases recurrentes está creando una metafísica de la existencia, un modo de ver el mundo de carácter axiomático. Dirá, entre otras: “En la vida nunca se sabe lo que puede ocurrir” (p. 43); “El mundo es redondo y el que no espabile se va al fondo” (p. 43). Pero lo que también existe es una labor de corte moralizante, con tendencia a la formación del espíritu que le llega desde los diversos razonamientos que llegan puestos en boca de su padre y permiten el crecimiento personal o no. Por ejemplo, cuando decía su progenitor que “allí donde quiera que uno va, arrastra las obsesiones. «Huir no sirve de nada, hay que plantar cara a la vida».” (p. 149). Y Muntaner 38 es el magma de las obsesiones, un magma triste de una época triste.

b)              Cristina Moslares como símbolo del erotismo, de la búsqueda de los paraísos artificiales (con la persecución del temor al fracaso) y del crecimiento en los sueños. Sueños que van a depender mucho de la fe en conseguirlos, como afirmaba su padre quien después de reconocer que todo era cuestión de tamaño recalcaba que “la medida de los sueños dependía de la fe que se pusiera en conseguirlos” (p. 142). En otro momento, cuando Cristina regresa de América  como conquistadora de aquel sueño que a todos había hechizado dirá terminante: “América es diferente” (p. 89) Un país diferente frente al nuestro donde nunca pasaba nada, aunque también diferente en la propaganda fascista. Y en este sentido los personajes tienen una necesidad de salir, de buscar algún lugar donde la podredumbre no exista (“Quien estaba podrida era la ciudad. El país entero, p. 118). Sueños que siempre acaban frustrándose en la narrativa de Garriga Vela. El narrador sabe, como dirá al final de la obra, que no va a “ningún sitio”. Al principio soñaba con América (este elemento recurrente de un sueño personal era muy habitual en los jóvenes de entonces, América era el final de un túnel. Todo lo bueno venía de América. Por ejemplo, era habitual oír, esto es muy bueno, es que es americano. América surge con la fuerza de un sueño. También Cristina Moslares se va a América). Pero Cristina Moslares sobre todo es la pasión y el erotismo, un aliciente para vivir, aunque supiera que él era un juguete en sus manos y siempre era ella la que lo poseía: “Cristina había convertido el deseo en una soga que rodeaba mi cuello en la oscuridad” (p. 100).

     Muntaner 38 se estructurada en ocho capítulos, cada uno con un título preciso: (I) La mirada del catalejo; (II) Cuando el mundo se apaga; (III) Tiempo muerto; (IV) La quietud de los días festivos; (V) La silueta de tiza; (VI) Espérame en la luna (lo escribe en cursiva ex profeso); (VII) Los encantados; y (VIII) El cuarto del planchador. De ellos, Los dos primeros y el octavo son los más extensos en cuanto al número de páginas y el último, que actúa como epílogo, es el más breve, junto al sexto. Pero, qué sentido posee esta estructura precisa en su obra cuando todo es un cúmulo de personajes que van y vienen como en una ratonera, la calle Muntaner 38. Permítannos ir descubriéndolo progresivamente. Inicialmente (en el primer capítulo) se trata de la proyección de la imagen global que sintetiza el espacio y sus personajes en movimiento con la misma paleta (el narrador es pintor aficionado) que el impresionista conforma sus cuadros con trazos de color, aunque sea la paleta de lo claroscuro. Si hasta el capítulo cuarto, el padre del protagonista ocupa un espacio omnímodo; será a partir del quinto cuando se instaure en la obra una especie de historia sentimental entre narrador y Cristina Moslares, sus deseos y sensaciones.

         Arranca la novela el autor catalán con una primera frase que enmarca un sueño, el sueño de América: “Nunca he estado en América” (p. 7). Un inicio que nos adentra en la construcción de un mundo, mientras él, de pequeño, colorea los mapas y su padre marca con el jaboncillo el contorno de los patrones, una forma similar de hacer sus propios mapas o su propio mundo. Ambos comienzan a elaborar, pues, un microcosmos. Un mundo que, como veremos al final de la novela, no lleva a ninguna parte, un mundo truncado y sin perspectiva: “La imagen de los encantados se fue esfumando en la lejanía. Lo mismo que los colores de los mapas, las marcas de los patrones, la mirada nublada del catalejo” (p. 171). Garriga Vela ha construido su mundo circular, en torno a una precisa y simbólica imagen: la suya coloreando mapas, la del padre, enjabonando contornos, siluetas. Pero todo se desvanece y acaba convirtiéndose en una “triste historia”, una alegoría de la derrota.

      Existe un microcosmos limitado (la calle Muntaner 38) y un sueño que en la novela progresa pero acaba siendo cercenado: “Los límites del mundo se restringían al margen de acera que rodeaba la manzana” (p. 7).  Un espacio que para su padre posee el valor de lo metafórico-simbólico: “Mi padre decía que el balcón de nuestra casa era como América, y que la calle era el resto del mundo” (p. 11). La visión desde arriba, desde la fortaleza de gobernarlo todo. Pero la visión no da la vida sino que crea falsas perspectivas. Una distorsión de aquel catalejo con el que miraba desde el Tibidabo o Montjuich.

       Pero el narrador no sólo colorea países que conoce por los colores sino que a través de él va reconociendo las cosas, en un proceso de construcción, de camino iniciático, de descubrimiento de una realidad que no acaba en nada: “La vida era un mapa mudo donde yo iba reconociendo el nombre de las cosas” (p. 46). Por eso “cada ciudadano es un país. Cada familia, un mundo” (p. 47) Y por eso el narrador es consciente de que al construir su mundo novelesco es como si construyera el mapa que nunca acabará. Nunca se acaban los mapas. Y ese proceso se organiza a través de la enumeración de sucesos que van desde su ámbito familiar (sobre todo centrado en la figura paterna; las reflexiones en torno a la madre son tenues, imperceptibles, con un ahogado misterio (“Mi madre sueña con un pasado que guarda en secreto, p. 79) o manifiestamente irónicas, como cuando dice: “Mi madre siempre fue algo morbosa. Leía revistas de sucesos. Oía en al radio programas donde la gente buscaba respuestas públicas a los asuntos privados”, p. 155).

         Multitud de personajes van y vienen apenas pespunteados, cogidos con los alfileres del sastre y también breves y sintéticas aventuras que finalizan en la anécdota:   sus juegos infantiles (“una infancia de color gris”), el ámbito espacial del propio bloque y los vecinos que viven en él, como Don Esteban, el señor de los ciegos (que olía los números): “Huelo hasta el futuro” (p. 11), decía; el tío Juan que lo llevaba al Tibidabo; el amigo de su padre, Alfonso el Rojo (uno de los personajes secundarios más atractivos) que todo lo hacía con la izquierda; el vecino del segundo, el taxidermista Matías (que bien podría pasar por un personaje esperpéntico o berlanguiano); el club Kim´s y Margarita; las veladas pugilísticas del Price con el personaje Caraplato; las planchadoras Mercedes y Teresa; sus hermanas; la familia Amat y Elvira,; la mujer del doctor, Violeta, de la que estaba enamorado platónicamente; la familia Guijarro; Díaz del Camino el profesor de Formación del Espíritu Nacional; Ángel Moslares, el fotógrafo; la familia polaca Kawolinski; el cura  Antonio María Claret y su afición hacia él, sus tocamientos (nunca entra en lo escabroso, aunque lo sugiere); Carlos, el tirador de dardos, Carmen y sus cuatro hijos; sus abuelos; el señor Rico y su familia… Todos ellos contribuyen a crean la geografía humana si su padre y él trataban de organizar a través de los colores y el jaboncillo la geografía física, el patrón de la existencia.

       Pero también existe la construcción del pensamiento del propio personaje a través de su mundo y de su propia psicología: su timidez, por ejemplo: “Cuando llegaban visitas a casa me escondía debajo de la mesa del comedor”. O el colegio que lo relacionaba con el olor a mierda o la visión que los demás tenían sobre él, apodándolo El Santito. Y, sobre todo, la proyección de una especie de imagen maléfica que le acompaña, de una fatalidad precisa: “Mi madre afirmaba a las amigas que yo no era malo, pero que tenía mala suerte” (p. 20).

       Hay una obsesión por el tiempo. Marcado por la fecha del 20 de noviembre, que le vio nacer, también en la obra operan estas fechas, el 20N asociado a elementos luctuosos o cronologías de raigambre histórica como la muerte de Franco, la muerte de José Antonio Primo de Rivera, de Buenaventura Durruti…; de ahí que el padre le dijera que había venido al mundo el día de todos los muertos. También las fechas son determinantes desde el principio en su novela Pacífico. Un tiempo y una época, un espacio que limita con la tristeza y la melancolía que surge en esta novela de la memoria personal y familiar donde la realidad y la ficción, como son habituales en toda su narrativa desde entonces juegan a ser únicas e irrepetibles, adquieren una y otra la verosimilitud o la mentira que la hacen imperecederas.

       En definitiva, una buena novela que nos habla de un mundo conquistado y reproducido, que pudo ser para la quimera, como las palabras iniciales del protagonista, pero que subsiste para el nihilismo como en las últimas: “Sólo quedaban restos de ceniza que el viento empujaba al mar” .