Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        

Francisco Gil Craviotto

 

 

         Escribir con calidad, sobre todo en poesía, es un don que Dios, la naturaleza, o quien quiera que sea, deja caer con cuentagotas y muy a su antojo y azar en algunos humanos. Ocurre igual con la capacidad para pintar, esculpir o crear música. García Lorca lo reconoció así cuando dijo de sí mismo: “Soy poeta por la gracia de Dios y de mi esfuerzo”. Es evidente que ambos elementos tienen que ir unidos y complementarse: primero, el don, la gracia; segundo, el esfuerzo y el trabajo. La suma de ambos nos da al poeta, al músico o el artista por excelencia.

 

         Pero hay otra gota de genialidad, ésta mucho más escasa y todavía más divina y difícil de alcanzar, que, aunque muy raramente, a veces también se da en el poeta, al menos en ciertos poetas. Me refiero a la capacidad para predecir o intuir el futuro. No estará mal traer al lector algunos ejemplos. Cuando Antonio Machado escribió estos memorables versos:

 

Españolito que vienes

al mundo, te salve Dios:

una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

 

¿sabía que, sin ser profeta, estaba anunciando el trágico destino de casi un millón de españoles? Cuando Gustavo Adolfo Bécquer, hacia la mitad del siglo XIX, escribió su leyenda “El Caudillo de las manos rojas”, ¿intuía que un siglo después íbamos a tener en España otro caudillo de manos rojas, tan rojas que en más de ochenta años de vida jamás encontró agua suficiente para lavarse de tanta sangre? Cuando en Salamanca, ante la flor y la nata del fascismo español, Miguel de Unamuno pronunció aquel histórico grito de “¡Venceréis, pero no convenceréis”, ¿era consciente de que acaba de lanzar una profecía que después se había de cumplir hasta en el último detalle? Cuando Federico García Lorca escribió aquel enigmático poema en el que pregunta: “Vecinitas, ¿dónde está mi sepultura?”, y es el sol y después la luna los que responden, ¿sabía verdaderamente lo que estaba escribiendo? ¿Era consciente de que un día del siglo siguiente al suyo, unos y otros -jueces, políticos, magistrados, familiares, etc.-, iban a lanzarse, con ligeras variantes, la misma pregunta que él hace en el poema a las vecinitas?

 

         Se diría, en todos estos casos, que una intuición, imposible de comprender y analizar, llama al poeta y le sugiere al oído los versos que un día serán realidad e historia; que hay un mundo oculto y secretísimo al que nadie tiene acceso y tan sólo el vate logra arañar a sus puertas; que existen unos seres superiores que rozan el misterio de la vida y de la muerte, aunque sin poder intervenir en él.

 

         En el caso de la sepultura de Federico, después de haber visto, a través de prensa y tele, la interminable saga de la memoria histórica y el poeta asesinado, con el complemento de sus tres compañeros de infortunio y sus respectivas familias, sin que en ningún momento apareciese el juez u organismo que tuviera atribuciones suficientes para excavar y encontrar los restos de las víctimas -el ya mencionado poeta, dos banderilleros y un maestro que había retirado el crucifijo de la escuela-, cuando al fin la Junta de Andalucía toma el asunto por su cuenta y riesgo, nos vienen con la historia de que antes tienen que hacer un estudio arqueológico del terreno, porque, en definitiva, nadie sabe con exactitud dónde están enterrados. Lo hacen, excavan los expertos el terreno acotado y no encuentran nada, absolutamente nada. Era algo que él, como ya hemos dicho, lo había anunciado muchos años antes en estos extraños versos:

 

Vecinitas, les dije,

¿dónde está mi sepultura?

En mi cola, dijo el sol.

En mi garganta, dijo la luna.

 

         Las respuestas del sol y de la luna no pueden ser más enigmáticas; las respuestas de los abridores de la tumba, cuando al fin terminaron su trabajo tampoco pueden ser más negativas.

 

         Mientras tanto, por los mentideros de la ciudad hace ya bastante tiempo que corren las más peregrinas historias sobre este particular. Unos dicen que, poco después del asesinato, los padres del poeta pagaron a los fascistas una considerable cantidad de dinero para que les entregaran el cuerpo del escritor y, cuando lo consiguieron, lo enterraron, con miedo y sigilo, en la Huerta de San Vicente. Otros aseguran que la entrega de los restos fue mucho después, en tiempos del gobernador Fernández Victorio, y que la familia se lo llevó a Málaga. Tampoco falta quien asegura que están en el cementerio de Granada con nombre falso, porque los asesinos no podían permitir que estuviesen con el suyo -hubieran provocado peregrinación de admiradores-, que sólo los padres y hermanos del poeta conocían; en consecuencia, ahora nadie los puede encontrar. En definitiva, la pregunta del poema aún no ha perdido un ápice de actualidad: vecinitas, ¿dónde está su sepultura? Esta extraña pregunta inevitablemente nos lleva a otra aún más urgente: ¿sabía él, cuando estaba escribiendo aquellos enigmáticos versos, que era el colofón de su propia biografía lo que nos dejaba?