Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
MORALES LOMAS

Morales Lomas

 

 

 Hace unos años dedicaba a Martínez Menchén, junto a L. A. Espejo-Saavedra Santa Eugenia, el ensayo “Fantasía y compromiso literario. La narrativa de Antonio Martínez Menchén” (Instituto de Estudios Giennenses, Jaén, 2008), un estudio de más de trescientas páginas que analizaba toda la obra narrativa del escritor linarense afincado en Madrid. Sin embargo, desconocía su labor poética. Hace unos días me llegaba su obra titulada “Poesías” (publicada inicialmente en Internet). Fue su hermano, el también escritor y crítico Jesús Felipe Martínez Sánchez, el que le animó a enviarle unos versos para incluirlos en Internet en su web jesusfelipe.es. Es la primera vez que se publican estos versos, inéditos hasta ahora, y con ellos abre nuevas expectativas a sus seguidores en prosa.

           La mayor parte de estos versos los escribió cuando estudiaba Derecho, años 50 y 51 del siglo pasado; las tres últimas series son de la primera mitad de los 60 y Campo de Marte de la segunda mitad de los 70. Los considera “un producto de la nostalgia”, la de una lejana juventud que ahora se recupera en su sentido con estos versos.

           Aunque organizado en ocho apartados, existe un aliento homogéneo que alimenta el sentido postrero de los mismos: la reconstrucción de un sentimiento, de un sentido, de una vivencia en el tiempo y la memoria. Además de una cadencia, una entonación llena de tristeza, melancolía y desazón. Creo que es un espíritu que alimenta una época triste y desoladora de nuestra historia de España, aunque solo tenuemente entra en su valor crítico.

             Sí hay más una forma de acceso al sentimiento, a la contemplación de la tarde de lluvia, a la monotonía de los días, al paso del tiempo y a la sensación de que nunca sucede nada y si algo acaece es triste e infecundo. Las emociones, las sacudidas, los estremecimientos se crean y amplifican el poema, sensaciones de pérdida, de ausencia, de reconstrucción de la memoria, del frenesí de los afectos y de la espera de la muerte. Para ser un hombre joven el que escribió estos versos su espíritu había envejecido y la presencia de lo efímero y la audacia de lo nihilista está muy presente en ellos. No en vano comienza el poemario con este endecasílabo: “Llora hoy mi corazón tierno y doliente”. Imbuido por la poesía machadiana y su veta que llega desde el canto doliente de Rubén en sus versos de “Cantos de vida y esperanza”, Martínez Menchén no es ajeno a ese dolor de la existencia, a ese morirse lentamente en el precipicio de la nada: “Me empuja inexorable hacia la nada”.

          Solo hay un remanso de paz cuando el poeta, a través de sus versos narrativo-descriptivos, se complace en observar la tarde, su dulce agonía, su penumbra…, a veces recuperada por la contemplación de la amada, por sus ojos, por su carne encendida.  Como una música de Chopin, la singladura de las palabras de Martínez Menchén se hacen campo observado, campo detenido, con la lluvia siempre, con el barro, con la grisácea presencia de los chopos o los álamos que se agitan pero siempre temblando. Las calles taciturnas, la ciudad languidecida, las largas avenidas… sirven de marco para crear sensaciones y sentimientos que ahonden en esa vivencial monotonía, que actúen como pulso de los días, que se sucedan en el tiempo con ellos y se hagan a la vez tiempo recobrado, frutos de sensación o esplendentes cúpulas de grises y vidrieras oscuras.

          Su poesía nace de esas tardes tristes que duermen los sueños, de una soledad bien timbrada que va creciendo en el poema como una breve historia del corazón, del corazón dolorido, incluso del corazón que teme, que busca y no encuentra: “Esta tarde muerta me llega aún en el perfume de tardes que murieron”. Una estación que preside el otoño, como no podía ser de otro modo, con sus matices envolventes y melancólicos, con su rumor de hojas secas y sueños y fantasías. Un aire machadiano ciertamente pero que llega desde “Soledades, galerías y otros poemas”. Y así lo constata cuando dice que “La tarde se ensombrece. En las palabras grises/ del Código resbalan los versos de Machado”.

        La vida transcurre desde su contemplación, desde el alimento que llega al corazón y lo agita, desde la alegría contenida y desde la tristeza ensalzada. Pero también hay momentos para la exaltación, como cuando se refiere a la María del poema cuarto, con el  sintagma con valor apreciativo de “alegre despertar”, y su carne fresca que enciende la pasión y los deseos: “Dulcemente… Una mujer de carne rubia y plena,/ un lánguido desmayo de placer ya sabido,/ uva dorada, un sol pequeño y dulce,/ un perfume azulado y un presentido mar”.

        También el recuerdo de la madre amplifica el valor de los sueños, de esa vida que si fue una flor sombría puede también agradecer la dulce sensación de sentirse amado. Y este reconocimiento puede romper la quietud de la tarde y hacer madurar los silencios y transformarse en búsqueda sublime.

        Y siempre la memoria, tratando de reconstruirse, con ideas marchitas, como tratando de resucitar a los muertos que ya no están, implicando en ello la sangre y su fortaleza también de palabra, de nostalgia en sazón y de lucha. La lucha con la palabra para construir con ella el sentimiento hecho dulce melancolía, vieja sombra, viejo dolor. Una naturaleza que sirve de entorno para construir la horma del afecto y las emociones, siempre con aire fúnebre, como si el ocaso se apoderara del poema y en breves sustanciaciones vertiera el cansancio y el miedo, cuerpo retorcido, cuerpo desorientado, como el de Rosa, la ramera que dio su juventud a “la voraz manada de los hombres”.

         Martínez Menchén logra crear imágenes dolientes y proyectarlas como Munch hacia el lector y jugar al cansancio y la desolación, y profundizar en el misterio de la tierra, en su fortaleza y en su negrura y crueldad, en el dolor rechinante y en la radiografía de sí. Porque siempre encontraremos en sus versos al escritor que siente, y el vacío como respuesta: “Qué dolientes las tarde sin aroma… Qué dolientes los gestos sin palabras… Qué doliente sonrisa la que vaga…”

         Pero también, como en el último poema, puede haber momentos para la profunda pasión, y eros, desde su distancia, emerge con fueraza y aparece el tú de la amada que se adueña del poema-amor, de la ternura, de la palabra que sueña de nuevo y siente el cosquilleo del ser. Es primer domingo de otoño de 1964, y, aunque envuelto en la tristeza, resurge esa amada, esa vieja amada, con un claro deseo: “Que nos desnudemos y saltemos/ sobre el tiempo y sobre la angustia/ haciendo un rítmico espectáculo de nuestro amor/ para intentar, como tantas veces, ya que no conmoverla,/ al menos hacerla sonreír”.

       Un descubrimiento el de estos versos, una evidente constatación de que la obra de Martínez Menchén es fiel a sí misma, profunda y desoladora, álgida en la creación y nunca ajena a la voluntad del sentimiento, producto histórico donde lo haya que, como los afectos, nacen en un momento y vuelven en un eterno retorno sobre sí.