Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
Mª VICTORIA REYZÁBAL
En torno a "Entre los pliegues de la luz" de Pablo González de Langarika. Ediciones: El Gallo de Oro

Mª Victoria Reyzábal

Edita: El Gallo de Oro

Esta obra es la última entrega a sus lectores de Langarika; en ella se mantiene su ya asentado estilo, huella de una constante introspección por las ideas y los sentimientos. Sin embargo, ahora su palabra ahonda no solo en dolores amorosos, no excluidos, sino también en escozores existenciales. El adulto, desde la melancolía asumida con cierta humildad, regresa a la niñez, al hogar infantil en el que se sentía seguro, mas “quedan lejos los días del resguardo, de los bálsamos sencillos, las caricias”, “A distancia ya los cromos de colores, las luces de amatistas, tan lejanas, los hábitos de un niño de otro tiempo”, el padre recordado en sus ocasos grises, la madre ya muerta, cuando aún no eran necesarias las máscaras. Pero es la luz con mil símbolos, cual revela el título del libro, la que recorre y desgrana el texto porque “Somos un enigma que depende de su luz”, un brillo que se escurre por las sombras que, a su vez, la sustentan y la acercan a la poesía, pues “De la esencia colmada por la sombra es la sustancia de la luz”.

La sombra, no siempre de manera nítida, se relaciona con la muerte, con el olvido, con el silencio y con las claudicaciones, “noche que se cubre con una oscuridad pactada que lamento”. La desilusión del poeta va más allá de su realidad individual, incluye a la raza en su fracaso ante el destino, ante lo que debió ser y no se ha conseguido o se ha desechado, igual que a  la patria en su retrato de posguerra. De la misma manera, así como la luz se relaciona con la poesía, esta se guía a través de la denuncia de injusticias, algo que muestra el compromiso social del yo poético, quien existencialmente se obstina en enmarcarse en la vejez de un cuerpo doliente que se le rebela, de un corazón cuyos latidos quiere dominar sin renunciar al pesar que le resta del amor perdido, cuando ya él casi no es él: “Si yo soy tú y no eres él, qué camino emprenderé si no es contigo”, porque “si aquel ya no soy yo y ahora soy tú, quién acaba este texto...”, juego angustiado sobre la propia identidad y sus debilitamientos.

Símbolos también recurrentes son la lluvia, los espejos, el río de lo que fue y se ha llevado la corriente de la vida: “Por ser núcleo en el deseo, por existir aún más allá de los recuentos, por ser esencia sola en un abrazo..., este libro de la vida que nos dan y este sueño de imposibles soluciones. Resacas hondas de la estela del amor, si amar es esto”. En esta especie de recuento del pasado que invade con crudeza el presente, recordando a Kiva, a Raquel, a Otero o a Goytisolo: “(...) se ensancha la pasión como un espejo... (el tiempo vuelve), el cine, cacahuetes, pipas de girasol querido Blas..., la sociedad que avanza sin pegar un tiro, o bien pegándolo José Agustín. Es Barcelona y he plantado un árbol: sobre tu libro tu firma y las monchetas... con butifarra. Ya tengo hijos...”

Para algunos, Pablo es un escritor pesimista, cuestión que tiñe su propio verso, en el que más que este expresa, a veces queriendo, otras no, un desgarro existencial que remite a proyectos fallidos, a ilusiones rotas, a enterramientos, metafóricos o reales, en ciertos casos difíciles de justificar, por eso se despide tantas veces y de tantas maneras de este mundo como si ya no hubiera nada que esperar y como si el poeta lo hubiera dicho todo. ”Sólo el silencio me acaricia, famélicas sus manos... y avarientas”, pues está “perdido de ti mismo para siempre”.

Entre los pliegos de la voz, el poemario se adentra en su laberinto de espejos, conjugados en diferentes tiempos verbales, donde se aprenden “los futuros imperfectos, los pretéritos gastados y los atónitos presentes”, ojos de ojos, notarios del devenir, relojes de lo que sucede, así lo ilustra el “Destino”, composición con registro surrealista en una onírica percepción de la muerte. No obstante, los dos últimos poemas “Las palabras” y “Río”, de gran fuerza, retocan o matizan la vivencia del poeta enfrentado a su final -“Entre dos noches me entretengo”-, en este caso, a su silencio nunca callado, como muestran estos poemas en prosa, que rastrean la luz incluso más allá de la vida y exigen de la poesía la dignidad más grande, incluso la de la utopía.