Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
Mª VICTORIA REYZÁBAL
En torno a "Las voces bajas", de Manuel Rivas.   Madrid, Alfaguara, 2012, 200 págs.

Mª Victoria Reyzábal

Manuel Rivas

Edita: Alfaguara

 

Autobiografía real o más o menos fabulada que presenta un yo narrativo gallego, el cual quiere recordar y, en buena medida, loar las virtudes familiares entre las que destacan las de María, la hermana un año mayor que el narrador y modelo para él de valentía y compromiso social. El libro recorre una geografía personal que la infancia tiñó de misterio y cotidianidad, así como de gente corriente pero a la vez extraordinaria, algo que suele suceder cuando se mira con lentes asombrados.

María traza el camino no sólo del protagonista, su hermano, sino también del texto, tal vez porque muere joven y eso le fija una aureola especial de heroísmo, sin embargo otros personajes enriquecen de manera efectiva el recuerdo: el padre, albañil con vértigo inconfeso que subía a los andamios con miedo, antiguo músico en las orquestas de baile de los pueblos, antifutbolero e incapaz de matar el cerdo, y la madre, quien al igual que aquél no podía permitirse el vértigo, ella no puede caer enferma, creyente, gran lectora y repartidora de leche, a ambos les gustaba escuchar de noche la radio a oscuras, conforman un matrimonio nada gregario. Alrededor se inscribe el complejo de hablar gallego y los intentos para disimular el acento en algunas personas, las penurias durante aquellos años de los homosexuales, de los revolucionarios como la propia anarquista María o la reminiscencia existencial de ciertas lecturas como el Polifemo, las figuras de Vladimir y Estragón en Esperando a Godot o la admiración de héroes lejanos, tal Ulises, más tarde el descubrimiento de Cortázar, de Henry Miller o de progresos como la instalación de peluquerías femeninas con sus revistas del corazón y fotonovelas, de connotaciones de lo cotidiano como la cercana Torre de Hércules, los festivos y aterradores cabezudos, la concreción del cementerio más saludable del mundo, el faro que parece vivir sólo de noche, el lujo de las fotografías, las romerías con sus enfermos devotos, las alusiones a Franco y, en especial, una colección lírica de frases dichas por unos u otros pero que aderezan el texto cual carteles iluminados: “La vida tenía voluntad de cuento”, “En los países avanzados, todo el campo es paisaje”, “caía el silencio de bruces sobre la ladera del monte”, “el lugar del mundo con más iglesias por católico cuadrado”. "Cada camino tiene su imaginación", "Todo lo de fuera daba luz".

La obra se recrea en pequeños rasgos, retratos o relatos, pues en aquella época los niños anhelaban, tal vez como ahora los jóvenes, ser emigrantes; así la morriña del que se iba era inferior a la del que se quedaba, las maletas de ida eran pobres, las de vuelta, como ahora en Cuba, traían bienes de otra manera inalcanzables. Pero tanto la madre como la hermana del protagonista tienen raíces locales, desean decir, aman las palabras, por eso la señora habla sola, recita poemas de manera hechizante y María aprende a leer en un día o el tío materno Francisco, peluquero y gran narrador, irónico y entretenido, llena de humor al resto, pues con sus historias alegra la vida de los pobres; a su vez el abuelo, dueño de cerezos, republicano y católico, es el escritor de las cartas que las mujeres gallegas enviaban a sus hombres más allá del mar.

Para un niño su mundo es una sorpresa, un lugar de alegrías o miedos, pero fundamentalmente enmarca el territorio de los descubrimientos y de los orgullos familiares como el del saxofón paterno, tesoro dormido sobre el armario, que el padre regaló a un necesitado, o la construcción de la casa propia en un monte inhóspito, ventoso y árido, alejado de todo, donde el pozo cada vez más profundo nunca dio agua, aunque ésta rezumaba por todas partes, en aquella zona que escuchaba con atención al Hombre del Tiempo y que vio cómo el progreso pasaba de largo mientras la industria la contaminaba. No obstante, bajo tierra, en Castro de Elvira, se encontró el tesoro céltico, por eso los niños jugaban a buscar joyas o peleaban como celtas y romanos, vestidos de indios.

Las mujeres, las propias y las ajenas, pasean por las páginas con destrezas que por entonces se consideraban masculinas (jugadoras de fútbol, corredoras de fondo, etc.), realizan proezas cotidianas como llevar grandes cargas sobre la cabeza: ropa lavada en el río y secada sobre el verde, frutas y verduras, leña, leche o cualquier otra cosa que requiriera el transporte femenino, eso les dejaba las manos libres para llevar cogidos a los pequeños, así se trabajaba cuando aún la agricultura era un arte como la pesca, la carpintería, la herrería, el conocimiento de las hierbas curativas… Ya entonces los pueblos gallegos tenían su Halloween, en Difuntos vaciaban calabazas y las convertían en calaveras con velas dentro, un adiestramiento festivo para el Más Allá, como los castigos físicos escolares pretendían preparar para la vida en ésta.

En el relato hay espacio para la impotencia y la ternura como cuando, producto de la discusión furiosa entre María y su hermano, el padre los echa de casa en plena noche, el desconsuelo de ambos cuando éste regala el saxofón, el descubrimiento de la cueva en la que se ocultaban los perseguidos por la dictadura, los recuerdos felices del Instituto Mixto, la evocación de los curas revolucionarios, las primeras experiencias como periodista, los premios de redacción y pintura de María, la luchadora contra el sistema y la artesana, capaz de tareas manuales múltiples, hasta que enferma y muere, como había hecho todo, con urgencia.

La obra parece un ajuste de cuentas con el pasado y los recuerdos que hay que actualizar para que duelan y comiencen a cerrarse, por eso el estilo narrativo se enriquece con gotas de lirismo, ofreciendo una lectura grata aunque melancólica, estructurada en breves capítulos que denotan amor a Galicia, a la familia, a la escritura, un canto también a la infancia, siempre fascinante y siempre fascinada.