Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
FRANCISCO GIL CRAVIOTTO

Francisco Gil Craviotto

Juan Ramón Jiménez

Octave Mirbeau

“Dingo”, la última novela de Octave Mirbeau, y “Platero y yo”, el libro estrella de Juan Ramón Jiménez, aunque escritos en dos lenguas distintas –el primero en francés, el segundo en español-, y a muchos kilómetros de distancia el uno del otro, tienen sin embargo un punto que los une y hermana: en ambos casos el protagonista de la obra es un animal: un perro, en el primer caso; un asno, en el segundo. Y otro más: ambos animales, si vivieran, cumplirían ahora los cien años. Aunque la diferencia de edad es mínima “Dingo” vino al mundo un poco antes, mayo de 1913, y “Platero”, si bien apareció un “avance” en la revista “La Lectura” en 1913, no se publicó en forma de libro, hasta unos meses después, ya entrado 1914.

Aún hay otros puntos de coincidencia: en ambos libros el lector asiste a una exaltación de la naturaleza –ecológica y bucólica en Mirbeau; lírica y panteísta en Juan Ramón-, en ambos casos encontramos una mirada compasiva y dolorida hacia los débiles, los olvidados y los que sufren, y un marcado toque social -en Mirbeau insistente y denunciador; en Juan Ramón, más resignado y evasivo-, y, finalmente, los dos libros terminan, exactamente igual, con la muerte y entierro del animal protagonista. Un detalle curioso: en ambos libros aparece una mujer tuberculosa. Era en aquellos años la enfermedad incurable y terrible. Este es el retrato que Mirbeau nos ofrece de su tísica:

 

Lina Laureal es rubia, de un rubio demasiado rubio, de un rubio tintado. Aún no se ha peinado, pero está muy maquillada. Sus ojos son de una gran dulzura. Seguro que ha sido guapa. Lo sería aún si no tuviese la deformación del mentón, los párpados caídos, la mirada cansada. (…) Yo estaba sentado frente a ella. Yo, que veía su nuca delgada, sus manos frágiles y mal lavadas, sus puños casi descarnados bajo la piel casi transparente, no tenía duda de su enfermedad. Cuando Lina tosía su hermana lanzaba sobre ella una mirada apiadada. (…) Me cuenta una historia tonta y trágica de un gato encontrado, parecida al cuento que intenta una niñera adormecida para dormir a un niño. Tose violentamente y su cara se congestiona. (1)

 

Y éste el que Juan Ramón nos ofrece de la suya:

 

Estaba derecha, en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el médico salir al campo a que le diera el sol de aquel mayo helado, pero la pobre no podía. (…) La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se cae, a veces, la brisa en el estío. Yo le ofrecí a Platero para que diese un paseíto. Subida en él, ¡qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes blancos!

 

Pero, si en lugar de dirigir la mirada a los libros, la dirigimos a sus autores, también encontramos, a pesar de las evidentes diferencias, algunos aspectos que se repiten en ambos escritores: los dos estudiaron en los jesuitas –Octave Mirbeau en el colegio San Francisco Javier de Vannes, (Bretaña), Juan Ramón en San Luis Gonzaga del Puerto de Santa María (Cádiz), y ambos, terminado el bachillerato, iniciaron la carrera de Derecho, que ninguno de los dos terminó. Y otro detalle curioso: aunque educados en los jesuitas, ninguno de los dos se mantuvo dentro de la ortodoxia católica: Mirbeau se declaró decididamente agnóstico y Juan Ramón evolucionó hacia un panteísmo lírico que ya se halla presente en el libro “Platero y yo”. 

         Sin embargo la concepción y parto de los dos libros fue muy diferente. Mientras que Juan Ramón se hallaba en plena y exultante juventud, Mirbeau ya había pasado el umbral de una prematura vejez llena de dolencias y achaques. Hasta tal punto se intensificaron éstos que tan sólo pudo escribir los ocho primeros capítulos de su libro, el octavo ni siquiera completo. Todo el resto es obra de un “negro”: el escritor Leon Werth, entonces joven promesa de las letras francesas y años después reputado escritor al que Antoine de Saint-Exupery le dedicó su obra más famosa: “El Principito”. Leon Werth logró de tal manera adaptarse al estilo y pensamiento de Mirbeau que, si hoy no supiéramos que los últimos capítulos no son del maestro, difícilmente lo notaríamos. Incluso, para contarnos la muerte de Dingo, echó mano a textos antiguos de Mirbeau sobre la muerte de otros perros que él había tenido en etapas anteriores.

Bastan los ocho capítulos que escribió Mirbeau para que lector actual comprenda el grado de decepción y asqueamiento del escritor francés. Mirbeau está de vuelta de todo y ha perdido la fe en todo: hombres, instituciones, partidos, justicia,  honores, etc. Su perro Dingo, protagonista de la obra, es también el último refugio del autor ante la maldad y la idiotez humana. La crítica moderna –especialmente Samuel Lair- ha visto en esta novela el testamento literario y autobiográfico de Mirbeau.

A pesar de su pesimismo, el libro tiene páginas inolvidables, algunas de ellas de un lirismo sobrecogedor. Baste, como ejemplo, este fragmento sobre los perros vagabundos:

Pequeños chuchos callejeros, llegados de no se sabe dónde, nacidos no se sabe cómo, siempre al azar de los caminos, al acecho de las carretas bohemias y de los circos trotamundos. Pequeños chuchos irrespetuosos, descarados, testarudos y cómicos, con sus colas ridículas, como trompetas, como sacacorchos o plumero, acaso sin cola, ya peludos, ya calvos. Pequeños chuchos ladronzuelos, libertinos y gruñones, que ladran en argot y les gusta armar la bronca.(1)

 

En cambio Juan Ramón se hallaba en su mejor momento. En poesía había llegado a una perfección difícilmente superable y este libro, auténtica filigrana desde el comienzo al final, no hace más confirmar la calidad de su prosa. Baste como ejemplo estas líneas con las que se inicia el relato:

 

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...

 

Como ya he señalado antes ambos libros terminan con la muerte del animal protagonista. Dingo murió víctima de la fiebre amarilla, enfermedad de la que, según el veterinario del pueblo, de cada mil perros, se salva uno. Dingo no tuvo la suerte de ser ese privilegiado animal. Murió a los diecisiete días de iniciarse la enfermedad. Fue enterrado por Flamant –un vagabundo amigo del escritor- y, cuando Mirbeau, agradecido, intentó pasarle unas monedas, el buen hombre, aunque pobre, las rechazó. “No, señor, no, de ninguna manera”. Y el novelista añade:

Y su voz le temblaba de emoción. Jamás Flamant, con tan pocas palabras, me había dicho tanto. Cargó sus herramientas a la espalda, se fue en silencio y desapareció detrás de la casa.(1)

 

.        Y así nos cuenta Juan Ramón la muerte de Platero:

 

A medio día, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas, rígidas y descoloridas se elevaban al cielo. (…) Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revoloteaba una bella mariposa de tres colores.

 

Dingo y Platero cumplirían ahora los cien años y, detalle extraordinario, hoy, al leer ambos libros, nadie diría que por ellos ha pasado, con todos sus días y sus noches, un siglo. Conservan el prístino encanto del primer día. El don de la eterna juventud, tan vedado a los pobres humanos, avaros, los dioses lo guardaron, para las obras maestras.

 

 

          (1) Traducción del autor.