Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
FRANCISCO GIL CRAVIOTTO

Francisco Gil Craviotto

Agustín Gómez Arcos

De todas las novelas que nos ha dejado el escritor almeriense Agustín Gómez Arcos (Enix, Almería, 1933; París, 1998), la más triste y conmovedora quizás sea la titulada El Niño Pan. Posiblemente también la más denunciadora. La historia, que tiene mucho de autobiografía, aunque sólo abarque la infancia del propio autor, comienza al final de la guerra civil española. Los fascistas, eficazmente ayudados por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, mientras Inglaterra y Francia se cruzaban de brazos, han ganado la guerra y la caza a demócratas y republicanos se instaura en todos los rincones de España. El pueblo donde transcurre la acción de la novela (no se nos dice su nombre, pero no es difícil adivinar que se trata de Enix, el pueblo del escritor), no es una excepción. Un niño de seis años, último vástago de una familia de ocho hijos, (tampoco se nos dice su nombre, pero adivinamos que se trata de Agustín Gómez Arcos), asiste desorientado y atónito a esta persecución y denodada lucha de los vencidos por la supervivencia. Los atropellos, las injusticias y cacicadas se van sucediendo a lo largo de las casi trescientas cincuenta páginas del libro, todo él marcado por la aflicción y el hambre. Un hambre que es consecuencia de los casi tres años de guerra y destrucción que ha sufrido el país y también fruto de la venganza de los vencedores sobre los vencidos. Pero, al lado de estas páginas de desolación, también encontrará el lector fragmentos de una sublime y conmovedora grandeza que en ocasiones rozan el heroísmo. Valgan de ejemplo el suicidio del personaje Manuel Viedma, que prefiere arrojarse a un estanque antes que dejarse abatir por los fascistas, o estas líneas sobre la muerte de Rosita, amiga de María, la protagonista de la novela, la cual nos la relata así:

Yo la había encontrado en uno de mis viajes a la ciudad, ¿te acuerdas? Ella nos dio una gran prueba de valentía y coraje el día que la fusilaron. Se puso un clavel rojo en la melena. La habían aislado en una celda solitaria. Por la mañana la hemos visto atravesar el patio. Unos soldados la rodeaban. Iba muy guapa vestida de negro. Unos minutos después el pelotón disparó. Este recuerdo me hace envejecer.

Héroes y heroínas olvidados, como tantos y tantas  que yacen en una fosa común o en la cuneta de una carretera. Para ellos no ha habido monumento ni cantor. Pero la novela continúa. Poco a poco, lo que parecía una historia familiar, se va ampliando hasta convertirse en la crónica de todo un pueblo en los años más duros y lamentables que ha vivido este país. A pesar del hambre, de las detenciones y el estraperlo, los vencidos logran sobrevivir. A veces el novelista nos ofrece fragmentos que, aislados, nos harían pensar que, tras el desastre de la guerra, ha vuelto la paz.

El sol declina. El jazmín comienza a exhalar un perfume espeso que inunda el patio; mientras esperan la noche los gorriones se posan en los árboles; un enjambre de golondrinas se aglutina en los alambres de la luz eléctrica. El reloj de la iglesia da las seis y en seguida las campanas comienzan a sonar llamando al rosario.

Falsa ilusión. Sólo es la paz de la estaca, la que impone el vencedor al vencido. Sigue el hambre y, con el hambre, es el pan, el alimento nutriente por excelencia, el que, por su escasez, se convierte en protagonista de la novela. Nada menos que cinco capítulos llevan este significativo título: “El Pan”. Como si se tratara de un texto bíblico es la madre la que reparte el pan a partes iguales entre todos los miembros de la familia. El niño del relato aún tiene que repartir su pequeña porción entre él y su perra Alerta. Todos pasan hambre, pero la perra más que ninguno. Los trabajos son penosos y los sueldos de miseria. Tal es el caso con la campaña de recogida del esparto. Toda una legión de hambrientos, recogiendo de sol a sol el esparto de los montes que los estraperlistas pagan a precio de miseria. Por si fuera poco, aún tienen manipuladas las básculas para falsear todos los pesos.

Páginas adelante vuelve Paco, uno de los dos hijos mayores de la familia, que en su día marcharon al frente a defender la República. El otro, Manolo, está preso y nadie sabe dónde está ni si volverá. Paco, cuando se marchó era un muchacho alegre, que en las fiestas compraba turrón y mazapán, y ahora vuelve, vencido, destrozado, malherido y lleno de piojos. Su alegato contra la guerra sintetiza el pensamiento del autor:

Si te piden un día que vayas a la guerra, sea la que sea la razón o el pretexto, tú dirás no, yo no iré. Tú dirás que eres puro, que no matarás a tus hermanos. (…) ¿Sabes cómo se pierde a un amigo? Una voz que jamás habías oído antes, que jamás volverás a oír, te dice: “Ha muerto”. Y se ha acabado. Rechaza la guerra y no tendrás que cerrar los párpados muertos ni a cavar una fosa común.

En la segunda parte de la novela nuestro autor, sin abandonar el tema de la familia, amplía su campo de acción al pueblo y a sus habitantes. Esto nos permite conocer un microcosmos rural extraordinariamente activo e interesante. Gente que trabaja, sufre y, cuando las circunstancias lo permiten, comadrea. Entre los muchos personajes inolvidables que aparecen en el libro me quedo con la beata conocida por la santa “Mea Pilas”. Todo un ejemplo de retrato satírico literariamente impecable.

Al otro lado de la plaza, una casita toda blanca servía de tabernáculo a la tía Carmen Moriana, conocida por la Santa Meona de Agua bendita, monja fracasada, más beata que el papa de Roma. (…) Para la santa meapilas no existía más que una escala de valores: la asiduidad a la iglesia. Las gentes, ya fuesen rojos o fascistas, no merecían su anatema más que cuando olvidaban sus deberes religiosos: su boca piadosa entonces se transformaba en soplete satánico cuyas llamas devoraban las reputaciones más sólidas.

Cabe preguntarse: ¿habría algún pueblo de España en aquella época que no tuviese una beata idéntica o al menos parecida? Sin embargo no es la santa Meapilas la única vecina del lugar que sale malparada en el libro. A otras muchas personas del pueblo les ocurre lo mismo. Detalle curioso: los retratos más satíricamente ridículos  siempre corresponden a personas del lado vencedor de la guerra civil. Se diría que Agustín Gómez Arcos, después de haber estado soportando humillaciones durante toda su infancia, al llegar a su edad adulta y tener en su mano el arma arrojadiza de su pluma, ha decidido ajustarle cuentas a toda la elite fascistoide del pueblo. Cuentan que, cuando llegaron a Enix los primeros ecos de que nuestro autor empezaba a ser famoso en Francia, sus paisanos se apresuraron a declararlo hijo predilecto del pueblo y dedicarle una calle. Verdad es que nadie había leído una línea del famoso novelista, (todos sus libros estaban en francés), pero no tenían necesidad de leerlo para sentirse orgullosos del paisano escritor. Cuando al cabo de unos años aparecieron las primeras traducciones y los habitantes de Enix pudieron leer “El Niño Pan”, cundió la furia en el pueblo y los más afectados pidieron la inmediata retirada de la dedicatoria de la calle.

En los últimos capítulos del libro llega al pueblo don Manuel Faura, el nuevo maestro, que imparte sus clases con la pistola al cinto. Pertenecía al núcleo más duro y fanático de los que habían ganado la guerra. Una de sus primeras disposiciones fue sacar a los niños de la escuela y hacerles desfilar por las calles del pueblo como si fueran soldados. La siguiente fue prepararlos para la primera comunión. Doña Isabelita hizo lo mismo con las niñas. Las páginas que Agustín Gómez Arcos dedica a la primera comunión son todo un ejemplo de literatura anticlerical. La idiotizante canción que niños y niñas, animados por las solícitas beatas de la localidad, entonaban en la iglesia mientras don Adrián, el cura, iniciaba la misa, le ayuda a nuestro autor a hilvanar la sátira:

Jesusito de mi vida.

Tú eres niño como yo.

Por eso te quiero tanto

Y te doy mi corazón.

Tómalo. Tuyo es. Mío no.

Las últimas páginas de la novela terminan con el viaje de la madre a Granada. La familia ha logrado averiguar dónde está Manolo, el hijo mayor que partió en su día a defender la República y en transcurso de la guerra llegó a alférez. Ahora saben que está en la prisión de Granada y la madre decide ir hasta allá a visitarlo. Allí se queda en la casa de un médico de costurera y, con lo poco que gana, le compra comida al preso, ya que la bazofia que dan en la prisión es tan mala que no se comerían ni los cerdos. La madre sabe que va a pasar ante un tribunal militar que lo va a juzgar por haber luchado a favor del bando perdedor. También sabe que estos juicios son puro paripé y que la mayoría de las veces el juicio es la antesala del pelotón de ejecución, pero la novela acaba sin que el lector sepa si Manolo salva la vida o es asesinado por los fascistas. Es una invitación a que sea la imaginación del lector la que ponga punto final a la obra.

Una vez terminada la lectura de la novela uno no tiene más remedio que reconocer y elogiar los indudables méritos de “El Niño Pan”. El primero de ellos es la desmitificación de la guerra civil española. Gómez Arcos echa por tierra toda la literatura fascistoide, que tan en boga estuvo durante los cuarenta años de dictadura –Pemán, Agustín de Foxá, Giménez Caballero, Fernández Flórez, César González Ruano, Gironella, Torrente Ballester, etc., etc.-, y nos presenta la guerra y la posguerra española como realmente fueron. Lo hace además con una calidad literaria que nadie puede discutir. El segundo mérito que yo le veo a este libro es la habilidad del autor para entrar en el  costumbrismo sin caer jamás en el tópico. El tercero es el toque ecológico, de defensa de la naturaleza y los animales, al que muy bien habría que añadir unas pinceladas de poesía siempre que el desarrollo del relato lo permite. Razones todas ellas más que suficientes para terminar estas líneas aconsejando al lector, si aún no lo ha hecho, la lectura de la novela “El Niño Pan”. No se sentirá decepcionado. Desde hace ya unos años está traducida.