Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
F. MORALES LOMAS

F. Morales Lomas

Rafael de Cózar

Rafael con Pérez Reverte

En muchas ocasiones se ha relacionado al escritor Rafael de Cózar con el ensayo y, en menor medida, con la creación. El hecho de ser uno de los mayores conocedores de las estéticas vanguardistas y de haber extendido su magisterio como teórico y estudioso por el país, lo han hecho acreedor de esta simplificación de su obra. Es el peaje que deben pagar algunos por ser buenos teóricos de la literatura. Pero la escritura creativa de Cózar ha recalado en múltiples ámbitos y géneros literarios, y desde todos ellos siempre ha tratado de imprimir un sesgo personal, eso que algunos llaman estilo y otros temperamento literario. Creo que en el origen tiene mucha culpa Carlos Edmundo de Ory, que desde entonces es uno de sus mejores amigos y del que Cózar es su máximo conocedor. La relación con la vanguardia procede de ahí, creo, pero también de la propia personalidad de Cózar, que es y ha sido siempre un espíritu libre, innovador y ajeno a modas y pasatiempos (como no sea su propio estilo), también justificado en parte por su gran relación con otras esferas estéticas como la pintura, de la que es cultivador mucho antes que de la literatura y dirigido por su madre, que fue pintora.

       Como narrador ha publicado un número significativo de relatos en revistas, periódicos, etc., pero tiene tres libros publicados: una novela corta, El Motín de la Residencia (1978), El corazón de los trapos (1996), novela, y Bocetos de los sueños, (2001), relatos, que durante mucho tiempo serán su obra completa pues me comentaba que no sabría si volvería a publicar más cuentos. La novela corta El motín de la Residencia fue publicado en el 78 y hubo que esperar dieciocho años hasta que apareciera su siguiente obra narrativa, que fue premio Vargas Llosa, El corazón de los trapos. Sin embargo, a pesar de la distancia cronológica entre ambas existen coincidencias de estructura y organización sistemática del proceso narrativo, entre las que podemos citar el uso de la primera persona, el monólogo interior como detonante del universo poético, el acercamiento al simbolismo narrativo y las claves existenciales de su obra (significativo en ambas es también la introducción junto al escrito de dibujos del escritor que inciden en su vía pictórica). Difieren en el tratamiento del amor, básica en su siguiente obra y apenas perceptible en ésta. Pero en las dos también se da el concepto de encierro, aquí en una residencia para enfermos mentales; en El corazón de los trapos en un ático de la ciudad sevillana. Estos elementos nos conducen a concluir que, aun cuando han pasado muchos años, Cózar conserva una serie de claves de lo que es su concepción de la novela como hecho estético y de la realidad como algo mucho más complejo de lo que los escritores realistas (de los que se aparta notablemente) han aceptado desde Balzac.Unas claves en las que interesa el discurso individual del personaje, su actitud frente a lo otro (los demás, lo que observan sus sentidos o lo que piensa), sus medias palabras, sus medias verdades, su apertura a las  contradicciones, a una visión amplia y compleja de la realidad que pasa también por una simbiosis entre el consciente y el subconsciente, entre el acercamiento a lo real y lo surreal o simbólico. Una narrativa para un lector sagaz que debe penetrar en sus flujos y reflujos de lecturas pero también en sus posibilidades interpretativas. Hasta tal punto es así que en El motín de la residencia (publicada en formato de periódico, del que se hicieron según el autor diez mil ejemplares) hay una introducción del escritor –entreverada de ironías y sarcasmos, por ejemplo, cuando habla de sus bondades como erudito: “Las difíciles páginas que el lector tiene delante son una prueba más de mi inigualable condición de erudito y afamado investigador”- donde trata de explicar las claves interpretativas de esta obra y su disposición. “Difíciles páginas”, dice el escritor, y efectivamente lo son si el lector se adentra sin pertrechos en las procelosas aguas de este relato. Me cuenta el escritor que la génesis de esta novela fue una obrita de teatro para la Facultad que redactó junto a un compañero en el año setenta con intención de representarla al año siguiente, deseo no consumado pues fue desautorizada su representación. En los años siguientes Cózar la convirtió en novela, antes de morir Franco, aunque se publicó tres años después del evento.

        Siguiendo a Cervantes y tantos otros que han llevado a sus obras la historia del manuscrito hallado para crear una distancia crítica necesaria, Cózar dice que investigando en unos archivos municipales halló el relato que no le pertenece y trae al lector, transcribiéndolo únicamente, y ahora lo expone después de haberle hecho algunos ajustes: “Tan sólo eliminados los errores ortográficos, de puntuación, existentes, corregidas aquellas palabras que el tiempo o la desidia hicieron borrar, o enmendadas acotaciones marginales que posteriores copistas desfiguraron en el manuscrito, me dispongo a ofrecerles, con sumo agrado y carácter de primicia, esta primera versión completa del mismo”. En esas páginas liminares también se advierte de que se trata de una “descalabrada” narración que entendemos como evidente propuesta experimental (en la línea que se  había puesto de moda en la narrativa española desde Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos y todavía proseguía una década después con La saga/fuga de J. B. (1972) de Torrente Ballester, aunque los experimentalismos narrativos a la altura de finales de los setenta fueron cediendo por una recuperación de la narración en sentido clásico). “Descalabrada” narración de una revuelta o amotinamiento que acaece en una residencia para disminuidos mentales, aunque de inicio advierte que el texto es incompleto pues no hay datos informativos que pergeñen todo el entramado de la historia. Es otro elemento que une esta novela con la siguiente: el concepto de fragmentariedad, como si la realidad que percibimos siempre estuviera limitada, nunca completa y sí defectuosa, viciada, insuficiente... En ese cúmulo de dificultades de las que previene al lector, le llega el turno a la sintaxis, difícil de descrifrar. Y más que la sintaxis yo diría la singladura reflexiva del narrador de cada momento porque le falta al lector el contexto en el que desarrolla su propuesta verbal, por lo que es fácil perderse en sus fintas imaginarias, en su sintaxis de búsquedas expresivas en las que predomina toda suerte de connotaciones y recursos a elevar la expresividad de lo expuesto. Una percepción esta que nos permite no sólo pensar en la consciencia del proceso narrativo por Cózar sino en la de situarse en la postura del lector para intentar ayudarlo con el báculo de esa introducción porque de lo contrario la singladura por el escrito sería harto compleja. Organiza la obra en una división que va del Cero al Quince y cada apartado pertenece a cada uno de los personajes que, según él, serán fácilmente identificados por el lector por la “enferma obsesión que los caracteriza”. En realidad comienza en el Cero, hay Quince capítulos, y finaliza en uno epilogar, llamado también cíclicamente Cero. Entre ellos hay uno que los une por el pasado, un personaje extraño. Con él creo que está identificando al general Franco, aunque no llegue nunca a decirlo, pero sí dará claves interpretativas. Dice Nora: “¡El anciano acaba de morir!” y responde todo el grupo de modo irónico: “¡Nuestro anciano ha muerto!¡Viva el anciano, eje y símbolo de nuestra gloriosa revolución!”.

      Sobre el estilo de esta primera novela, añade Cózar, llevado por sus efluvios doctorales: “Los rasgos esenciales de estilo, el corte prosaico de su verbo y la textura discontinua de su dicción, obligan a una adjudicación de autoría, sin duda propia de cualquier bachiller o letrado estudiante de provinciano modal, pluma no excesivamente cultivada y tan sólo entendido en las mínimas normas de arte literario, poco avezado en los criterios del buen gusto, que caracterizan nuestra sociedad actual y por los que tradicionalmente se han regido los eternos valores artísticos de nuestra raza. Ni que decir tiene que ese estilo dificultoso, poco fluido y, en determinadas ocasiones, abrupto, es precisamente lo que me ha llevado a conservar la dicción original, ya que, por este motivo, la obra adquiere su pleno sentido de inmadurez juvenil y la fuerza expresionista que tal vez debió poseer su desconocido autor –del cual sabemos redactó estas hojas, tal como hoy se editan, entre los dieciocho y veinte años, en torno a 1969”. Toda una expliación solvente del profesor universitario que lleva dentro Cózar, que a la vez que está definiendo el proceso de la escritura de su joven alter ego e intenta curarse en salud (que le perdone el lector sus errores imputables al poco cultivo de la pluma del joven escritor) da las claves de la redacción. Evidentemente, entre los errores hemos detectado faltas ortográficas (fundamentalmente acentos y puntuación) no sabemos si imputables a erratas o a ese estilo poco cultivado al que se refería el escritor o a los errores ortográficos a los que también aludía Cózar en este prólogo, que no tienen sino la condición de establecer el distanciamiento aludido y la permanencia del escritor como lector o crítico, en un segundo plano. Los simbólicos dibujos, en los que predomina un rostro humano desencajado y grave, o bien con los ojos obnubilados, ocultos, con expresión trágica, sólo se ven interrumpidos por dos de ellos donde aparece en primer plano una escalera para escalar hacia un árbol y una manifestación de personas.

     En el Punto Cero comienza a hablar un personaje sobre los jóvenes de ciudad de modo crítico mientras manifiesta determinadas sensaciones de bienestar ante la contemplación de la naturaleza en torno, una suerte de primitivismo pertinente y ecológico hasta que alguien lo echa de sus contemplaciones cuando le apunta con una escopeta a la espalda. En Uno, el personaje se va definiendo, configurando, es un ser reflexivo, existencial, que analiza su vida y las de los demás, es el más viejo y habla ex cathedra como aquel que le ha dado muchas vueltas a eso que se llama vivir, pero contempla su encierro como una espera de que algo que hay fuera suceda (probablemente se está refiriendo a la llegada de las libertades en España). En ese proceso experimental que vive la novela, diversas formas de narración se dan cita: la dramática, a través de la reproducción de diálogos, la periodística (con la voz que llega de la radio), la expositiva-argumentativa, la puramente narrativa-descriptiva, la didáctica, etc. Ya comenzamos a saber que entre ellos existe un líder, Piero, el rebelde. En Dos el personaje habla del pasado en una carretera e intenta recuperar la imagen de una mujer y el sabor de la sangre y la realidad truncada. Sabemos que es Piero quien habla y alguien le dice: “Sólo somos figuras astilladas, muñecos de barro que el viento está desmoronando”. Todo un símbolo de todos los personajes que se dan cita aquí, pero también de todo un país que está al albur de un anciano. La carretera, el camino, se ve como la lucha: “Así, voy caminando por los años creando y creyendo en mí mismo”. Este personaje es como una especie de Prometeo, trágico en su eterna lucha. En Tres alguien nos habla de un día extraño en los “habitantes de la casa”, que obviamente no posee las mismas interpretaciones, como veremos, de la casa en la siguiente novela. Aquí por casa entendemos la prisión donde se hallan, que bien podría ser todo el país. Aparece otro personaje al que se nombra, Raimundo, pero también Marcos, Nora, Bruno. El narrador en este apartado se hace realista y cultiva este tipo de narración pura. Todo este proceso le lleva a la infancia y los niños, y la voz irónica de la radio: “Un niño subnormal es un gran problema”. En Cuatro el personaje se dirige al lector y pregunta. Se introduce el diálogo: la paz, los niños buenos y malos, la definición de Piero (“engendro extraño de una pasión, la pasión contenida de toda una juventud extraña, pasión de amor convertida en pasión para siempre: mares revueltos”). En Cinco habla una mujer del concepto de amor y lo define como una suerte de panteísmo: “Sentía el amor porque he creído buscarlo en todas las cosas y cada una me recordaba al amor”. Habla de sí misma, de sus sensaciones, de la trascendencia que su entorno provoca en ella, toda una suerte de desolación y lirismo intimista: “El agua puede cogerse, agarrarse y cerrar el puño, el agua lamiendo los dedos y entre los dedos se escapa. Intenta huir”. En Seis el personaje se adentra en un discurso trascendente, exhorta al que le escuche y expresa su tragedia interior: “Se me revuelven las entrañas por estos consejos crueles para con el hombre, se me forma un nudo de trapo en el estómago y sus palabras me asfixian”. Pasa a la negación de sí en una suerte de experimento existencial querido para Sartre y los escritores de la posguerra. Se va realizando preguntas a las que da respuesta, sobre ellos y su futuro, cargado de profundo pesimismo: “Somos los gusanos enormes, los seres más grandes creados por esta tierra enfermiza”. Es uno de los apartados más extensos y melodramáticos por su impulso existencial y su viveza expresiva llena de desesperanza y lirismo: “Soy el rey temido forjador del color del hombre, el color que sube a la cabeza y me anula todo, me deroga y abandona a un ritmo nervioso y salvaje, el grito adorado y un tapón en la boca de corcho y arena”.

        En Siete las ratas surgen en el texto para no abandonarlo, esas ratas que buscan la comida del personaje. Reflexiona también sobre sí, sobre lo que es o ha sido, sobre su decisión al tomar un camino u otro, sus dudas y la sensación de que su camino, sus piernas ya no funcionan. Es la persona que progresivamente se ha perdido en el rumbo y va sucumbiendo: “Olvido mi cuerpo agotado que parece un monigote en un cajón vacío, mi cuerpo y toda la oscuridad mía”. En Ocho un personaje vuelve a hablarnos de modo realista de Amador, de Piero, de la radio (su contacto con el exterior) que no suena, de Bruno. Es el personaje que hace de elemento unitario en todo este proceso disgregador e individual, de parcialización de la realidad, de multiplicidad en los puntos de vista, de narrativa caleidoscópica. Los enfrentamientos en el seno del grupo. En Nueve habla de nuevo una mujer que se siente perseguida (es el más breve). En Diez se habla del pasado, de las palabras oídas, de Nora, de la lucha entre Piero y Bruno. En Once la radio ofrece su discurso, una mujer se siente extrañada en su mundo, enajenada, habla de la madre, del padre y del afecto que sentía por éste, mientras permanece a su espera. En Doce un ser se siente atosigado y oprimido, y reflexiona sobre sí mismo: “Me estoy matando de hojas secas y su humo maravilloso quema el vientre como el hierro”. En Trece (él único que lleva un título: “El sueño del anciano”) habla en primera persona y dice que no puede moverse y que la noche ha sido larga (¿La muerte de Franco? ¿Los cuarenta de dictadura?) Habla de sí mismo, de sus sensaciones, del que se prepara para la muerte, pero quizá no sea lo que pensamos. En Catorce se alguien se expresa de un modo individualista sobre sus necesidades personales y sobre lo que realmente le importa: “Ya no me importa nada, nada distinto a mi pobre patio solitario”. Habla de sí como evadido. En Quince la radio habla de rehabilitación y da consejos, y de que Piero se equivocó, de que los hombres de fuera y dentro son hermanos, pero también de resignación. Desde la primera persona alguien da su discurso de los hechos, de la locura, de la muerte: “Mi vida ha sido un vaso de hiel helada”.   

         En Cero alguien habla de lo que sucede afuera, de Piero, de Nora, del encierro. Y finalmente se reproduce un diálogo donde se anuncia la muerte del anciano. Piero dice que antes la muerte o el extermino total: “No podemos entregarnos a los que durante siglos fueron nuestro carceleros”. Pero también hay voces que dicen que no deben seguirlo y de la muerte de Piero. Toda una aventura narrativa en la que se observa una eterna lucha del hombre por salir de su encierro, una lucha entre el individuo y lo que desde fuera genera su opresión. Novela-símbolo forjada por la fragmentariedad y la construcción-deconstrucción de mentes que viven su aislamiento con procesos diversos que van desde la revolución política hasta el severo individualismo.

     Sobre los múltiples símbolos de la obra nos aclaraba el escritor que el viejo entre dormido y muerto, que sigue siendo un referente para todos, es Franco, ya entonces cadáver político, como también podría serlo José Antonio, usada la falange por Franco sin que el creador pudiera protestar, o incluso Marx, usado por Lenin, y Stalin, es decir, el dictador que sigue gobernando después de muerto, del mismo modo que la residencia es efectivamente la cárcel que era España. Piero y Bruno, dice Cózar[1], “representan el primero al revolucionario idealista, que ha dado el golep, logrando que los demás se encierren con él en un ala de la residencia, mientras Bruno, su oponente, entiende que hay que resignarse y entregarse, y termina matando a Piero. El personaje que está fuera y que parece contar la historia desde la memoria sería el hijo de Piero y Nora (ya embarazada durante la revuelta) y que ha vivido toda la historia desde el vientre. Esto era má facil dejarlo claro en el escenario (porque, como decíamos, ésta fue una obrita de teatro para la facultad), pues este personaje no aparece cuando e ven escenas de los locos. Pero la historia no podía contarse con claridad pues el narrador de ese manuscrito encontrado sería este personaje que relato todo como si fuera un sueño, ya que ha vivido la misma en el vientre de Nora, por lo que debe narrar lo que él considera un sueño de forma discontinua y distorsionada”.

      El corazón de los trapos, con el que obtuvo el premio Vargas Llosa, es un monólogo interior también en el que el protagonista elabora un escrito al alimón entre el ensayo, el diario, la crónica y la ficción sobre el tema del amor, encerrado en su ático-prisión sevillano (“Este es el escenario de los olores, el barco encallado de mi torre en el nocturno petróleo de la calle, las ventanas abiertas, siempre abiertas”, p. 135), tras la separación de su compañera. Pero también es una instrospección sobre sí mismo, sobre la existencia y sobre el papel que ocupamos en el mundo. A través del libre fluir de conciencia va surgiendo el magma de la memoria para, a continuación, iniciar un viaje a Francia que le haga racionalizar su experiencia amorosa. Los símbolos se suceden en esta novela donde los recursos a lo experimental son constantes, desde el cambio en la tipografía de las signos, las contigüidades sonoras, la introducción de dibujos con cuerpo humano siempre presente, la ruptura del discurso lineal, la interpolación de digresiones, la alternancia de mayúsculas y minúsculas con valor expresivo, las onomatopeyas, la aparición de notas a pie de página, la asociación entre la ficción y la realidad, la metaliteratura, lo consciente y lo inconsciente, la apoyatura en los sueños y los recursos a los grandes símbolos del surrealismo y de la ruptura del lenguaje.

        El mismo título, El corazón de los trapos, recala en una simbología donde los trapos son como la memoria, “objetos que usamos para borrar el tiempo acumulado en las cosas, los restos de la vida que transcurre y que va dejando sus huellas en la superficie del lienzo. El corazón de los trapos es, en definitiva, el conjunto de sombras que nos quedan en la memoria, y la memoria es la verdadera dimensión donde existe el amor, porque cuando éste nos llega estamos demasiado ocupados en padecerlo. Sólo al perderlo y revivirlo en la memoria es posible construirlo como amor, es decir, como ficción”, dice el escritor. Así incidirá el protagonista en la novela sobre este valor que se le imprime a los trapos: “Los trapos de entonces reflejaban sólo el polvo negro de los piñones y la pegajosa resina, pero los de hoy tienen una extensa variedad de recuerdos que nadie se molesta en limpiar, ni siquiera mi escrupulosa limpiadora de la escalera. Y si ahora recuerdo nuestros viejos pinos, también hoy necesito y quiero subir, subir de nuevo, mientras queden fuerzas. Algo de todo esto nos va quedado, algo del corazón de los trapos, que es donde reside su memoria” (p. 66).

        Resulta llamativo el hecho de que, a pesar de ser un monólogo interior, se presente toda una estructuración del proceso narrativo en espacios y tiempos diversos, así como en formas de escritura, una aparente antítesis entre la libertad que rige en el monólogo interior y el metodismo de una recuperación tan exhaustiva en partes. De este modo la obra se divide, siguiendo el canon de una pieza teatral, en tres actos, con títulos en la tradición de la literatura áurea. El primero (“Donde se narran las vicisitudes esenciales del voluntario encierro en un ático de la muy noble ciudad de Sevilla”) lo conforman nueve escenas y cuatro cartas: es el más extenso y ocupa la mitad del relato; el segundo (“De la decisión tomada y el viaje al sur de Francia, asentamiento, nuevos viajes y hechos de mayor trascendencia acaecidos en el verano del reencuentro, año también de mil y novecientos y setenta y ocho), seis escenas y una carta; y el tercero (“Del retorno a España e inicio del invierno: Moscú y Leningrado. Un viaje a Marruecos y el sueño que en él sobrevino. Así como otras noticias dignas de mención en esta historia”), seis escenas y ninguna carta.

       Para Cózar la literatura, además de dadaísmo, experimentación (como cualquier faceta artística), relación con el mundo, el amor y las claves de la existencia, también es intensidad y fuerza en la expresión y la transmisión y, así, apelando al símil físico dirá en la novela: “No entiendo que haya libros buenos aparentemente y luego uno los abre y no encuentra nervios en sus páginas, venas, vientres, manos abiertas y vivas, pulsaciones, pechos, ni siquiera un resto de miseria, un asomo de verdadera maldad, y uno no escucha ya orquesta, ni silencio siquiera” (p. 17). Por extensión, todos estos elementos se dan cita en esta novela de Cózar en el que los componentes metaliterarios y las reflexiones sobre el discurso literario son constantes. El lenguaje metafórico, las definiciones de conceptos teóricos, o de la simple existencia permiten adentrarnos en un lenguaje poético donde está garantizada la sorpresa y el afán de crear un texto original. La preocupación por el tiempo y el cambio de espacios (aún desde su pasividad en el ático sevillano) son permanentes y ofrecen una gran vitalidad a una literatura de por sí vitalista: “El domingo es un sueño excesivamente largo” (p. 18), “El lunes es, sobre todos los días, sin duda el más negro, día de ayuno y meditación, casi seguro sin periódicos” (p. 19). La reconstrucción caótica de la aventura personal y amorosa con Marina se conforma profundizando en la relación pero también aspirando no sólo la erótica de las emociones sino del cuerpo, que se convierte en tema literario tanto como la reflexión sobre la expresividad del lenguaje: “Y uno que se cree incluso eso, es capaz de llegar a odiar la economía del lenguaje, odiar el idioma y todo lo que con él puede decirse o dejarse de decir (...) Lo que se pronuncia a veces muere, porque es el reflejo de la inseguridad, de la desconfianza en lo que nos une a los demás” (p. 23). A veces, un pensamiento oriental bien asumido, procedente básicamente del Tao-te-king, haya su expresión cierta en algunos párrafos de la obra, por ejemplo, cuando hace referencia al concepto de pasividad: “Los problemas se solucionan quedándose encerrado, masticando lentamente los hechos hasta que estos se diluyan en el tiempo” (p. 25). Un viaje a Barcelona nos adentra en nuevos espacios, tanto como en la segunda parte a París y el Sur de Francia, lo que aprovecha el escritor para realizar descripciones raudas y expresivas, porque es una constante este afán por la búsqueda de un lenguaje que enganche al lector y tenga interés y sorpresa. Pero lo más habitual y permanente son sus constantes reflexiones sobre el amor, convirtiendo en cierto modo la novela en un tratado sobre el mismo: “El amor es sin la menor duda una cuestión de química orgánica, que es precisamente la que solían suspenderme” (p. 37), “El amor es una investigación detenida y erudita de los cuerpos” (p. 40), etc.

        Otros temas asiduos son la soledad, el aislamiento, la inacción, el paso del tiempo, el afán de búsqueda, la memoria (”No somos sino una mixtificación del pasado”, p. 89; “Arañábamos el pasado mutuamente las noches en vela, hasta quedarnos rendidos de contarnos cada vida”, p. 128; “Estamos vendiendo el fruto único de un tiempo enhebrado ahora en hilos de palabras, esta final textura de la memoria por la que entramos todos como forzados partícipes de una biografía comunitaria”, p. 128), la independencia y libertad, la literatura y el lenguaje, el sexo, el suicidio, el miedo (“Hemos quemado el miedo, fundido el miedo entre nosotros, p. 119; Tenemos miedo de nosostros mismos” p. 148), la inseguridad, la muerte, la tristeza y los estados melancólicos, la huida, el fracaso, la estética (“Discutamos sobre el proceso de revolución asentamiento de las estéticas, la función autorremunerativa del arte, la tensión entre comunicación y culto al lenguaje por sí mismo”, p. 131)...

      En la primera carta , firmada por Ana, escribe a Andrés, el protagonista, que le habla de que ha comenzado a leer su cuento y le declara su amor; en la segunda, Andrés se dirige a un “querido” que no nombra en el que reflexiona sobre la muerte y el amor con alusiones a Breton (“Se muere el amor, se muere la literatura, se muere hasta la muerte”, p. 61); la tercera, va sin autor, no se señala, pero se sabe que es una mujer, quizá Ana; una de las más interesantes, desde el punto de vista literario y por la reflexión estética que encierra, es la que le escribe desde Amiens Carlos Edmundo de Ory el día ocho de julio de 1978. En ella Ory ofrece algunas claves de la lectura simbólica que se debe hacer del libro de Cózar (es decir, la literatura desde dentro): “Un cúmulo de humor negro. Y los símbolos arden (...) Te decía que los símbolos... Sí, amigo. Sobre todo: LA PUERTA (...) la otra manía tuya, por lo demás, Rafael, es lo de las llaves, un verdadero estribillo en tu vida diaria” (p. 79-81). Para a continuación ofrecer la explicación de estos símbolos en lo onírico y en general: la casa es la mujer; la puerta, su vulva; y las laves, el pene. En la carta quinta, el protagonista se escribe a sí mismo y trata de realizar un autoanálisis sobre el fracaso, su relación con Marina, etc.

       Se trata de la historia que vuelve sobre sí misma, como si se tratara de un inmenso círculo, de ese ático-prisión donde todos los sueños, todos los espacios (los vividos y los soñados) se dan cita en un momento determinado y son realidades que se hacen símbolos o símbolos que se hacen realidad, como en las últimas palabras con la alusión a la puerta que se cierra lentamente (“Sellarla con cada uno de estos papeles a modo de último testimonio cubriendo la puerta” p. 155) y toda la memoria sea depositada en el camión de la basura, como si se tratara de un adulterio: “Mi único adulterio en toda una vida”. Advierte el autor que  “las cartas son todas reales, como es real la historia que me sucedió y real es la chica (que se llamaba María y es francesa)”. También el resto de las cartas, la de Ana, mujer de Andrés Sorel, la de Andrés (Sorel), la de Ory; incluso la carta del protagonista es real pues él mismo se envió la carta por correo a casa, “y es la que intentando distanciarse resulta más dura con el propio yo”.

     Bocetos de los sueños lo componen veintitrés relatos breves que forman una unidad por varias razones: el narrador siempre escribe en primera persona (menos en uno de los cuentos), el ámbito privado adquiere una especial relevancia así como los deslumbramientos y obsesiones del protagonista, se impone el monólogo interior como estructura, un hecho bastante habitual en toda su narrativa, que le permite una libertad absoluta a la hora de construir el proceso narrativo. Pero junto a ello existe una unidad temática en torno a dos polos: el mundo onírico y el amor, los dos grandes símbolos y procesos escriturales de toda su obra: sus dos grandes fantasías. Son cuentos escritos desde 1968 hasta la actualidad. Sostiene el autor en la introducción unas ideas muy interesantes de su visión en torno al relato: “El relato no es una unidad narrativa condensada ni un germen de novela, del mismo modo que la novela no puede ser un relato hinchado, amplificado. Cada objeto debe tener la medida imprescindible (...) En el relato entramos, o no entramos; y hay que hacerlo además pronto, porque la condensación impide aplazamientos (...) Si una novela podría compararse a un almuerzo, con sus diversos complementos, una colección de poemas, o de relatos, vendría a ser como cenarse a base de tapas variadas, algunas de la cuales no casan entre sí, o son de fuerte digestión”. Y nos advierte sobre lo que el lector puede hallar en sus obras: desde el relato tradicional, a los bocetos o las imágenes aisladas. Pero hay algo fundamental, la importancia que adquiere la memoria y toda una serie de situaciones que en un momento determinado quedaron grabadas en su existencia. El tema del fracaso y la trascendencia del futuro está presente en “Obsesión”; la enfermedad, el aislamiento y la soledad trascienden el relato “En penumbra”: “Si a eso unimos que desde muy joven me he ido acostumbrando a hablar a solas, el juego me permite ahora esa doble posibilidad del monólogo y del diálogo con un compañero de cama, tan terminal como uno mismo”; el tema de la crueldad de la guerra con visos de ironía a lo Roto es protagonista en “Naranjas caídas”; la conexión con Kafka en el hombre que odiaba a las hormigas en “Una extraña historia”; la ironía política en “El diputado”; el amor en “Englewood, carta ayer”; la búsqueda de la felicidad en “Reencuentro”; el deseo en “La siesta” o “El seguidor”; el erotismo en “Escultura de arena”; el deseo, la sensualidad, la memoria en “Rosalía”: “Mientras el pasado circula por la frente, me encuentro de pronto casi igual que entonces, con mi mano sobre la dulce grupa de mi prima”, etc. De todos ellos, sin duda que la búsqueda del amor, la sensualidad, el deseo y los diversos estados de ánimo entre los que se pueden hallar la frustración, la soledad y la enfermedad son determinantes junto a la literatura. Unos cuentos que pretenden desarrollar siempre símbolos, psicologías, pero sobre todo situaciones que llegan desde el pasado. Así la memoria constituye la horma sobre la que encuentran su singladura.

 

 


[1] En correo electrónico dirigido al que esto subscribe el escritor realiza toda esta serie de apreciaciones que contribuyen a clarificar el conocimiento de una obra compleja desde el punto de vista de los referentes públicos así como de la simbología que la acompaña.