Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
José Cenizo Jiménez

José Cenizo Jimémez

Escena de la obra

Teatro del Velador, de la mano de Juan Dolores Caballero, ha llevado a escena ya más de una veintena de obras desde 1990, muchas de ellas del género de la comedia. Ha recibido diversos premios en la categoría de actores o dirección por estrenos como  “El Rey Perico y La Dama Tuerta”, “NATTA, “El Rayo Colgado y peste de amor loco”, “La Belle Cuisine”, “La Cárcel de Sevilla”, etc.  Una larga y reconocida trayectoria, por tanto. 

         Tras “Los caballeros” de Aristófanes, estrenada en julio de 2016, ahora empiezan nuevo recorrido con “Dos”,  dirigida y creada por el citado Juan Dolores Caballero. Está centrada en el brutal combate de reproches que se hace una pareja, marido y mujer, que asombrosamente han aguantado ya muchos años de matrimonio. Desde el principio el espectador se ve abrumado por la bajeza de sus insultos, el tono cáustico de sus groserías y el veneno de sus diálogos.

         Tres actores se afanan en llevar adelante un guión basado en dicha situación, aderezada con mucha bilis negra y poco o ningún rasgo de humor, con lo que no entendemos por qué hemos visto la obra en alguna página anunciada como comedia, siendo un drama por mucho que se cargue de veleidades del absurdo o perfiles de deformación.

         El marido (al que da vida el actor José Luis Fernández) es un ser tan poco ejemplarizante como su esposa, Nora, nombre idéntico a la de la protagonista de La casa de las muñecas, de Ibsen (papel interpretado con solvencia por Carmen Moral, que echa todo el nervio a esta mujer borrachina, intratable, lasciva). Ambos se machacan, se destrozan sin piedad, inventando barbaridades si hay que hacerlo, del pasado o del presente. Diríamos que parecen peleles manejados por la ira, el desconcierto y el desamor. Y necesitan una ayuda, un tercer personaje, especie de antídoto o de árbitro, un supuesto especialista en arreglar lo ajeno sin implicarse, aunque este psicólogo o terapeuta acabe implicándose hasta la médula, achuchón a la esposa incluido en esos juegos en los que la pareja quiere inmiscuirlo. Juan Carlos Fernández da vida a este personaje que queda algo desdibujado ante la fuerza de los protagonistas, pero que tiene quizá los momentos más interesantes de la obra, a nuestro parecer, en varias ocasiones en que se aparta y se dirige al público, reflexionando con seriedad sobre la condición matrimonial, la condición humana en definitiva. El director ha dotado a este personaje de un registro semicómico, pues alterna el inglés con el español, para darle, además, un aire de petulancia. Es un alivio, de esta manera, ante tanta pelea matrimonial de perfil barriobajero aunque los protagonistas no pertenecen a la marginalidad.

         El guionista y director de la obra subraya las influencias del citado Ibsen, que carcomió con sus dramas las bases del matrimonio tradicional, así como del psiquiatra chileno Claudio Naranjo, representante de la psicología transpersonal (estudio en profundidad del funcionamiento del ego), de Charles Bukowski, autor del “realismo sucio”, de William S. Burrough (novelista estadounidense de la generación Beat, obsesionado por deshacerse de la alineación del lenguaje) o Edward Albee, autor de diálogos punzantes cercanos al absurdo. Una amalgama que aquí produce un resultado en efecto como de terapia a través de elementos absurdos, de elevadas dosis de dislocación. Decirse de todo, desahogarse, a ver si algo queda…

         Aceptable trabajo actoral, pues, que sobrelleva como puede los baches de un guion no muy redondo (eso sí, su duración, 70 minutos, evita la monotonía). Todo en un marco escenográfico con un atrezzo mínimo pero expresivo de sillas, mesas y muchas cajas de cerveza  (Cruzcampo), que bebe la protagonista con un ritmo loco en un triste bar con un aire de soledad y abandono aún mayor que el de la alocada pareja. Y todo muy cerca de la grada. La iluminación (de Chema Rivera) es acertada porque deja ver la acción y subraya los momentos adecuados, como al final de la obra, conjugados con esa música final (responsabilidad de Inmaculada Almendral), ciertamente bella, con que se cierra la obra con la pareja acurrucada en el suelo. Siempre queda esperanza, parece ser, a pesar de la tormenta.