Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
Mª Victoria Reyzábal
En torno a "Ahora me llamo Luisa", de Jessica Walton. Ilustraciones de Douglas MacPherson. Ediciones: Algar. Ilustraciones de Douglas MacPherson

Mª Victoria Reyzábal

Jessica Walton

Ediciones Algar

 

 

Ahora que ya se han disipado los ecos de las algaradas y celebraciones del Día Internacional del Orgullo LGBTI, que los turistas han abandonado las ciudades tras días de trasnochar, beber y festejar la no discriminación por la orientación sexual y los políticos han dejado de hacerse fotografías para captar votos por su apertura de miras…, sí, ahora queda la vida cotidiana que para las personas transgénero sigue siendo compleja y plagada de incomprensiones, incertidumbres y dificultades.

Resulta un hecho cada vez más constatado que la identidad sexual es mucho más compleja que lo que indica la dicotomía ser hombre/ser mujer en función de determinados rasgos corporales codificados biológicamente. Aunque vivimos tiempos en los que se vuelve a cuestionar incluso que el “género” sea una categoría regida no solo por determinantes fisiológicos, sino, fundamentalmente, por códigos culturales y educacionales, la realidad de muchos individuos se empeña en recordar que una persona puede sentirse mujer a pesar de que sus rasgos sexuales correspondan a los de un varón o a la inversa. Cuando existe esta discordancia entre el aspecto corporal y la identidad, puede experimentarse desde la infancia, exponiendo al que la vive y a su círculo próximo –familia, amigos, profesores…- a una situación inquietante que, dependiendo de cómo se maneje, evolucionará de una manera armónica o se convertirá en fuente de infelicidad y de trastornos emocionales más o menos profundos.

Hoy, el discurso científico “oficial” considera que la transexualidad no implica en sí misma una patología y por ello ha desterrado la denominación de “trastorno de identidad de género”, sustituyéndola por la de “disforia de género”, la cual hace hincapié no tanto en la discrepancia entre la identidad sexual y los atributos corporales como en el malestar que la misma genera en el sujeto, entre otras razones por las dificultades existentes para su adecuada integración social.

Planteado desde esta perspectiva, un individuo que sienta que su identidad no coincide con su sexo biológico podría lograr una vida equilibrada si tal disensión no supusiera un rechazo por parte del entorno y se sintiera querido y aceptado con normalidad. Esta idea, en principio simple pero difícil de concretar en la vida cotidiana y en la estructura social, constituye la base de la sencilla historia concebida por la escritora y profesora australiana Jessica Walton.

El cuento -publicado inicialmente en Estados Unidos y traducido con posterioridad a varios idiomas, entre ellos el castellano- narra la historia de un osito que, al descubrir que se siente osita, experimenta un proceso de confusión y tristeza, emociones que se solucionan cuando sus amigos admiten con naturalidad y sin mayores cuestionamientos los deseos de cambiar su aspecto. Se trata de un texto en el que la amistad y la aceptación respetuosa del otro, más allá del género o el aspecto físico, ocupan el lugar central. No hay dramas, críticas ni tensiones (“¡No importa si eres una osita o un osito! Lo que importa es que somos amigos”), solo juegos y afecto incondicional. Quizá el planteamiento pueda parecer demasiado simple y plano, pero posiblemente debería ser lo que sucediera en el mundo real. Mientras lo conseguimos, el relato puede ayudar a padres y docentes a introducir una cuestión que ya no es ajena ni a la escuela en particular ni a la sociedad en general, pues los casos de chicos/as, jóvenes y adultos/as con esta disyuntiva se van haciendo cada vez más evidentes y menos “secretos” o tabúes.